(Antes) Siete años, siete daños

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Siete años, siete años tenía la primera vez que me di cuenta. Odiaba el amor.


No podía parar de temblar. No podía parar de llorar. La incertidumbre era inmensa, pero ningún sentimiento era capaz de opacar o igualar el dolor. Mis pasos eran torpes, un niño de siete años no podía ofrecer nada más en ese estado. Me escondí bajo la mesa y abracé mis piernas atemorizado.

El cristal de la ventana más cercana a mi se rompió cayendo a pedazos a mis pies.

Escuché un grito seguido de un aullido que me hizo contener una rajita en mi corazón aún a día de hoy. Como dolía, como dolía.

El coche estaba en el interior del salón. Había roto una gran pared llena de cuadros traspasándola.

-¿Estás bien? -la voz de Matheo tornó-.

Tan solo éramos niños. Niños que no entendían nada.

Mi abuela camino hacia mí y pude ver sus zapatillas anticuadas de charol a mi altura.

-Cariño, cariño sal de ahí... -su voz también había cambiado ¿Que era ese tono en su voz? ¿Miedo?-. Cariño -se agachó y me sacó tirando de mis brazos-.

Noté como respiraba más relajada mientras se cercioraba de que yo estaba bien. Yo, sin embargo, era incapaz de dejar de llorar.

Los rizos de Matheo brillaron a la luz de los faros del coche que tenían un subtono azul.
Fue la primera vez que le vi llorar. Yo siempre había llorado por los dos.

Mi abuela lo cogió en brazos y no recuerdo lo demás. Nunca supe que pasó después. Me perdí. Me perdí junto al miedo.

Entre los dos: Cartas de amor a Andrómeda Donde viven las historias. Descúbrelo ahora