Capítulo XI: Ni lo dulce, ni lo amargo es para siempre (última parte)

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El búho blanco, remojó sus alas en la fuente e irguió su cabeza, sin inmutarse al oír la bulla

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El búho blanco, remojó sus alas en la fuente e irguió su cabeza, sin inmutarse al oír la bulla. Tenía las alas moteadas con un café oscuro, como un tigre, y ojos achinados e intimidantes. Ninguno se atrevió a pasar, estaban vacilantes y con las piernas temblorosas; se escudaron detrás del otro. Quedaron en un semicírculo, temerosos de un posible ataque. El pájaro ululó y giró la cabeza; el sol le pegaba en el pelaje húmedo. Las otras aves estaban en los árboles, y la llovizna caía. Levantó el pecho y los miró fijamente, con las pezuñas clavadas en el borde, mientras comía. Los chicos fueron pasando de puntillas, contra los arbustos cuadrados, adentrándose en el mini laberinto. La criatura terminó alzando vuelo, extendiendo las alas como las de un águila, mientras ululaba.

Era un pasadizo alargado, con sus usuales bancas, placas de reconocimiento y estatuas. Formaba parte del jardín botánico que estaban construyendo como tributo a las víctimas del tiroteo. Ciertas empresas eran responsables de las donaciones destinadas para ese tipo de espacios cuya función, además de decorar y extender la memoria de las víctimas, era avivar el aprendizaje honrando el nombre de las mujeres que no fueron reconocidas en público por su contribución. Ya fuera en tecnología, ciencia, educación, o leyes, sus historias dejaban a más de uno sorprendido.

Proyectos robados, muertes inesperadas, premios que se les otorgaban póstumos, o super tarde... Era inusual que se hiciera mención sobre los logros de una mujer en la prensa o libros de texto. Algunas eran más recientes, otras no tanto, pero el poder de su legado seguía siendo el mismo. Rosalind Franklin, Hedy Lamarr, Katherine Johnson, Margaret Sanger y muchas otras ya no serían ignoradas.

Sus compañeros recorrían el laberinto buscando dónde podrían estar escondidos sus profesores. Cuando se trataba de dejar atrás la angustia, de averiguar si pasarían, todo se volvía irrelevante. Uno de ellos pudo encontrarlos. El chico apuntó hacia las siluetas que estaban al final del jardín.

Con la respiración entrecortada, Dash se unió a la estampida, corriendo hacia las gradas del quiosco. El templo se encontraba al fondo. Al subir las escaleras, el paisaje daba hacia un extenso valle con montañas color violeta, plantas de trigo, girasoles y ganado salvaje corriendo en el pasto. Desde esa altura veía, las casas del pueblo más cercano, molinos, y a granjeros en los cultivos.

Los profesores se giraron, quedando de frente, con los rostros cubiertos por una capa medieval. Las mangas color vino, eran lo suficientemente holgadas y grandes, para ocultar objetos por debajo. Llevaban amarrada en la cadera, una cuerda que sostenía los sacos; seguro ahí estaban las notas. Los trajes eran una referencia a los míticos clubes secretos de las universidades prestigiosas. Explicaron que se habían vestido así en broma y, de paso, para realzar su intimidante presencia.

Leah salió detrás del escuadrón de empleados, recorriendo los alrededores con las manos atrás.

Dash agachó la cabeza, cuando los profesores empezaron a pasar la lista y los hicieron pasar al azar.

Un amor más profundo que el océano - [borrador]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora