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Iba a matarlo.

Un día.

Un día mucho después de dejarlo, para que nadie sospechara de mí.

—Harry —me quejé, aunque lo sabía. Refunfuñar solo me haría conseguir "La

Mirada", esa infame expresión condescendiente que había puesto Harry en más de

una pelea en el pasado. O eso me habían dicho. Cuando los bordes de su boca bajaron,

apretándose, y sus ojos castaños se cubrieron con sus pesados párpados, lo único que

me provocó hacer fue meter mi dedo en su nariz. Es lo que mi madre solía hacer con

nosotros cuando éramos pequeños y hacíamos pucheros.

El hombre en cuestión, quien estaba a punto de o bien tener una sangrienta

muerte imaginaria o bien una cuidadosamente elaborada que involucraba jabón para

lavar platos, su comida y un largo período de tiempo, hizo un ruido detrás del plato

de ensalada de quinua frente él, el cual era lo suficientemente grande como para

alimentar a una familia de cuatro.

—Me escuchaste. Cancélalo —repitió como si me hubiera vuelto sorda la

primera vez que lo había dicho.

Oh, lo había oído. Alto y claro. Por eso quería matarlo.

Lo que básicamente mostraba lo increíble que era la mente humana: podías

preocuparte por alguien, pero querer rajar su garganta al mismo tiempo. Como una

hermana a la que querías darle un puñetazo justo en los ovarios. Todavía la amabas,

solo que querías golpearla justo en su hacedor de bebés para darle una lección... no es

que lo supiera por experiencia ni nada.

El hecho de que no respondiera de inmediato, probablemente le hizo añadir, con

la misma expresión facial dirigida directamente a mí:

—No me importa lo que tengas que decirles. Hazlo.

Empujando mis gafas sobre el puente de mi nariz con el dedo índice izquierdo,

bajé la mano derecha para que el gabinete pudiera ocultar el dedo medio apuntando

directo hacia Harry. Si su expresión no era suficiente, el tono que usaba me molestaba

aún más. Era la voz que utilizaba para avisarme de que era inútil discutir con él; que

no iba a cambiar de opinión en ese momento, o nunca, y que tenía que lidiar con ello.

Siempre tenía que lidiar con ello.

Cuando comencé a trabajar para el tres veces jugador defensivo del año de la

Organización Nacional de Fútbol, había pocas cosas que no era fan de hacer: regatear

con la gente, decirles que no y meter la mano en el triturador de basura, ya que era

tanto la cocinera como la señora de la limpieza de la casa.

Pero si había algo que odiaba hacer —y me refiero a odiar de verdad—, era

cancelarle a la gente a última hora. Me ponía de los nervios e iba contra mi código

moral. Es decir, una promesa era una promesa, ¿verdad? Por otra parte, técnicamente

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