capítulo veinticinco.

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Mi viernes se basó en estar tirada en la cama con Cucurucho, ya que como se venía anunciando desde ayer, la lluvia y los truenos fueron lo menos catastrófico de éste. El desgaste mental que toda la situación con Julián y Joaquín me causó era increíble, no tenía ganas de hacer absolutamente nada y por más que lo intentara, mi juicio me traicionaba constantemente. Ya ni siquiera buscaba distracción, únicamente me limitaba a estar acostada sintiéndome miserable.

Decidí levantarme del sillón para hacerme un café, no había consumido más que agua y dos galletitas en todo el día. En cuanto coloqué el agua en la pava, mi celular comenzó a sonar.

Francisco.

— Gordo, ¿todo bien? — pregunté llevando el celular a mi oreja.

— Prepárate que te paso a buscar, la abuela de Julián falleció — respondió, sin más, para después colgar.

Me quedé estática en mi lugar.

No podía ser, la última vez que la había visto fue para el cumpleaños de Gustavo y, según ella, se encontraba bien. Sabía que venía lidiando con problemas al corazón hace años pero, no que haya empeorado.

Rápidamente subí a mi cuarto, me coloqué un jean, con un buzo negro y una campera impermeable del mismo color. Até mi cabello en una coleta alta y, en cuanto escuché la bocina, salí de mi casa corriendo.

Ni siquiera había cerrado la puerta con llave.

Me subí al asiento del copiloto, donde detrás ya estaban Rocio, Martu y Rodri.

— ¿Está en el Sarmiento? — pregunté, refiriéndome al hospital más cercano que había desde Calchín. Teníamos una hora hasta allí.

— Sí — murmuró.

La tormenta no cesaba e imposibilitaba ver bien en la ruta pero, aún así, Francisco iba lo más rápido que podía.

Le mandé mensaje a mi mamá, avisándole de lo sucedido y dónde debía ir. En cuanto caí, aquella hora, se convirtió en treinta minutos y finalmente llegamos.

Apenas estacionó, entramos al hospital corriendo hasta topar con recepción. Rocio se acercó a hablar con la señora que había allí, mientras yo miraba en todas las direcciones posibles, con tal de encontrarlo.

— Cuarto piso, pasillo seis — dijo mientras comenzaba a correr hacia las escaleras, con todos siguiéndola detrás.

Una vez que encontramos el pasillo, pudimos observar al final de éste a Julián junto a su familia, apoyados en las paredes o únicamente en ronda sin hablar.

— Ju — dije por inercia, mientras corría hacia él.

Giró su cabeza en mi dirección y en cuanto me vió, no dudó ni un segundo en venir hacia mi y abrazarme. Ocultó su cabeza en mi cuello y comenzó a llorar.

Su fuerte agarre a mi cuerpo me dió escalofríos.

— Lo lamento tanto — dije en un hilo de voz, posicionando mi mano en su cabeza mientras con otro brazo lo envolvía por los hombros, sin evitar que las lágrimas comiencen a salir.

Los demás nos abrazaron por encima, formando una especie de carpa con tal de darle la única cosa que necesitaba en éstos momentos; contención.

Sabía tan bien lo que significaba perder a alguien, el dolor intolerable que recorre absolutamente todo tu cuerpo e incluso llega un momento que comienza a quemar cada parte de vos, hasta el alma.

Mi abuelo falleció cuando yo tenía diez años y hasta el día de hoy, ese siempre va a ser recordado como el peor día de mi vida. Cuando una persona tan importante y esencial en tu vida se va, una parte de vos muere también con ella, la vida se vuelve más gris y no volvés a ser el mismo nunca más. No importa cuántos años pasen, el dolor siempre va a seguir allí.

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