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McKenzie Elder


—Debo admitir que tu casa no es como se ve desde afuera.

La madrugada de navidad la había visualizado de otra forma, pero esta vista podría ser mil veces mejor que otras. Audrey se paseaba de un lado a otro, sin descanso, pasando por la cocina, los pasillos, las habitaciones y la sala de estar.

—¿Esta casa es de tu padre? —quiso saber.

—Era de mi abuelo. —Suspiré cruzándome de brazos—. En serio Audrey, ¿qué pretendes? Lo único que haces es deambular por mi casa. Me ibas a dar respuestas, ahora cumple lo que dijiste.

Comenzó a reír con mi comentario mientras me limitaba a observarla con cierta confusión y desconfianza.

—No voy a hablar si no obtengo nada a cambio, así de fácil —dejó de caminar y se apoyó en el marco de la puerta que llevaba a la cocina.

¿Qué?

—Esto no era parte del trato —me quejo.

—Bueno, ahora sí lo es. Te daré un consejo —señaló—: es mejor ser el dueño que un empleado.

No le había entendido del todo, pero me molestaba que me hubiera engañado de esa manera. ¿A qué venía eso que había dicho? Me di cuenta de que probablemente buscaba pasar el rato molestando a alguien y lo había logrado conmigo.

—Vete de mi casa —ordené—, ahora.

Audrey sonrió, comprendiendo que había colmado mi paciencia, tal y como había querido. Era justo, en todo caso, minutos atrás había buscado que se enfadara por un comentario.

—Vale, pero el día en que tengas dudas ven a mi casa, eh... —se acarició un mechón de cabello—. Recuerda: el número 7 de la calle Kingston.

Comenzó a reírse sola y se dirigió hasta la puerta de entrada. Cuando iba a salir, se dio la vuelta para decirme algo.

—La gente como tú nunca cambia...

Avanzó silenciosamente hasta la calle del frente y se perdió a la vuelta de la esquina.

¿Por qué salió de esa manera como si fuese la protagonista de un drama, diciendo todas esas cosas?

Voy a corregir lo que dije en un principio: hubiera sido mejor haber pasado este tiempo comiéndome una buena porción de lo que quedaba de la pizza, aunque seguramente ya estaba fría.

Aunque ella tenía razón; mi abuelo era un hombre muy sociable con los vecinos, por eso había construido esta casa con varios ventanales que dieran a la calle. Bueno, al menos eso era lo que él nos contaba a Karen y a mí. Nunca me gustaron, me parecían demasiado invasivos. Una persona no tiene privacidad si todos pueden ver su casa, lo que hace y cuándo lo hace.

Debería comprar unas cortinas para cubrir todos los ventanales.

Subí al segundo piso, dirigiéndome a la habitación de mi abuela, para buscar cortinas entre sus cosas viejas. No tardé mucho para entender que no había, así que pensé en dormir un poco y cuando fuera una hora decente iría a la tienda en busca de las famosas cortinas; seguramente no habría tanta gente allí, era navidad y nadie en su sano juicio iría a una tienda de muebles en navidad...

Bueno, adivinen donde tendré que pasar la mañana de navidad.

Exacto, en la maldita tienda.


***


Suena absurdo, pero cuando la mente insiste en preguntarse cosas que no tienen una fácil respuesta es complicado vivir. La vida se te hace más pesada, el trabajo más estresante y el tiempo libre lo usas dándole vueltas a un asunto que debería tener un punto final, pero para nosotros, que pensamos mucho, pareciera no tenerlo nunca, ni siquiera una coma.

El Infierno de Sus Besos © ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora