Aser Dylan
«Te amo tanto que duele, y no sabes lo aterrador que es eso ».
Esas palabras me las dijo una chica a la que conocía mejor que a mi propio hermano. Incluso mejor que a mí mismo. Ella tenía diecisiete años y su sonrisa continuaba pareciendo la de una niña emocionaba por recibir un caramelo.
Cuando pronunció aquella frase, mi corazón se detuvo unos instantes. Mack me miró como si intentara buscar algún tipo de consuelo, pero yo no pude hacer nada por ella; había jalado el gatillo y la bala ya me había impactado sin piedad, traspasando mi piel. Traspasando mi corazón. Di un par de pasos atrás y metí las manos dentro de ambos bolsillos de mi polerón. La miré dolido. Yo también pude haber sido capaz de contestar al ataque, o incluso pude haberla hecho cambiar de opinión, pero no quise. El daño ya estaba hecho y me resultaba difícil ver en qué se había convertido la chica con la que lo quería todo e incluso más.
Me observó unos instantes más y luego se dio la vuelta y se marchó del lugar, nerviosa. Sin más. La contemplé irse. Mis pies parecían enterrados en el cemento del corredor mientras mi corazón me gritaba que la persiguiera, que intentara arreglar las cosas.
En ese lugar me prometí una cosa a mí mismo. No dejaría que eso volviera a pasar. Nunca.
Verla marcharse de mi vida por segunda vez ante mis ojos fue la peor forma de entender que yo necesitaba más amor propio, más valoración. No podía obligarla a quedarse a mi lado sabiendo que ella no lo deseaba, y entendí que no podía obligarla a quedarse a mi lado después de suplicarle mil veces que se quedara, como una vez me había dicho que lo haría.
Mentiría si dijera que la había olvidado o perdonado, que no me dolía su ausencia permanente cuando más la necesitaba a mi lado. Sin embargo, ese día, me sentí más solo que nunca. Porque me di cuenta de que ahora estaba realmente en soledad, sin ella. Sin esa chica que era como un rayo de sol en mi mugrosa vida.
Odiaba esa sensación que había comenzado a florecer en mi pecho desde que ella me había abandonado. No me dejaba respirar. Había ciertos sentimientos encontrados y resguardados en una coraza que rogaban por ser liberados. Ni siquiera sabía que se hallaban ahí. No entendía todo lo que mi mente quería pensar, no lograba dominarme a mí mismo. Todo estaba borroso dentro de mí. Y ese sentimiento de pérdida era lo que me mataba lentamente, día tras día, y me hacía sentir débil. Idiota.
Al estar frente a ella, viendo como sus ojos lloraban lo que su corazón anhelaba y su mente la mataba, comprendí que me moría por abrazarla y rogarle que se quedara junto a mí, que no me dejara de lado. Estábamos destinados, ella y yo. Juntos para siempre. Su pecho subía y bajaba, acelerado, luego de decir sus últimas palabras. Las que me habían traspasado como un lápiz a un papel, sin remordimientos. Sin culpa.
Entonces la miré como si no la reconociera, porque esa Mack no era la chica por la que me había vuelto loco y me costaba entender que algo ya había cambiado en ella. Su dolor se mezclaba con mi incredulidad y desesperación por hacerla entrar en razón. Quería arreglar las cosas, lo necesitaba.
Ese día al marcharme de la preparatoria la pude ver de lejos. Mi mente se perdía observándola, era hipnótica ante mis ojos, como ninguna lo llegaría a ser con esa intensidad. Cada vez que se descuidaba, intentaba buscar su cuerpo para admirarlo; su cabello alborotado, su sonrisa ladeada y sus bellos ojos oscuros. Estaba tan guapa. Tan perfecta, como siempre. Aunque no negaba que sus facciones la delataban a cada segundo, demostrando por millonésima vez que algo no andaba bien.
Al verla recordé que hay lazos que, por más dañados o heridos que estén, jamás lograrán romperse del todo. No importa el dolor que tengan que soportar, pues siempre terminarán necesitando del otro en algún punto y eso era lo que esperaba de ella. Nuestro lazo era un hilo que nos unía intensamente en nuestra alma, siendo lo que no se puede vivir sin él. Yo lo sabía, pero ella no.
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El Infierno de Sus Besos © ✔️
Romansa-Aser, yo... no sé lo que tenemos en común. No podríamos tener algo entre tú y yo. ¿Lo captas...? -él negó con la cabeza, forzando una risa-. Dímelo, ¿Qué mierda tenemos en común? -Nos gustamos. -Declaró sin pensarlo-. No pienses siquiera en negarlo...