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McKenzie Elder


—¿No hay otra opción...? ¡Abuela, no puedo irme ahora! Podemos hablarlo...

—No hay nada de qué hablar, McKenzie.

Estábamos sentadas sobre su cama y mi abuela intentaba de ser muy cuidadosa con sus palabras, por primera vez en bastantes años.

—Tienes la oportunidad de entrar en un prestigioso internado en otro país y estás quejándote. ¿Te parece justo? Esas instituciones son carísimas y ofrecen la mejor educación que podrías llegar a desear.

Solté un suspiro largo.

—No quiero —la miré a los ojos y los suyos miraron a otro lado. Así era ella.

—No es una pregunta. Irás a ese internado en septiembre, y punto final.

Se levantó energéticamente, a pesar de su avanzada edad, y me dejó sola en su cuarto, con millones de preguntas dando vueltas en mi cabeza y el corazón en la garganta, con lágrimas en la mirada. Cuando comencé a ver borroso, me sequé aquellas lágrimas con el polerón que me había quitado de encima e inspiré hondo. No era para nada lo que estaba esperando. Sí, deseaba irme a Canadá, pero no a un internado. Quería ir a ver a papá, pues aún tenía las ansias de poder verlo e intentar mantener una conversación sobre cualquier cosa con la excusa para observarlo.

Llevaba mucho tiempo sin verlo.

—¿En qué lugar está el internado, al menos? —pregunté, esperando una respuesta de mi abuela.

—En Winnipeg. Queda a unas cuantas cuadras del psiquiátrico donde está tu padre. —Dijo, con cierto desdén al final de su respuesta.

Al menos queda algo bueno de la situación.

—Tendrás una especie de tutor, quién se encargará de no quitarte la vista de encima —entró en la habitación con un abrigo en sus manos—. No irás a verlo, si esa era tu intención. James se encargará de ello.

—¿James? —repetí incrédula—. ¿Tendré un puto niñero todo ese tiempo?

—Cuida tu lenguaje, McKenzie. Debes ser una señorita, lo quieras o no.

Al diablo con eso.

—Iré a hacerle una visita a Meghan —anunció con un dejo de preocupación—. Tu hermana no está y espero que te comportes, ¿de acuerdo?

Asentí en señal de respuesta. ¿Qué más podía hacer?

Se dio la vuelta, queriendo irse, pero de último momento agregó, de espaldas:

—Invita a tu novio a casa. El pobre chico no creerá que te vas a inicios de agosto...

Siguió con su camino y oí el ruido de la puerta principal al cerrase. Mis ojos se abrieron como platos y me levanté, queriendo ir a mi habitación a encerrarme. A esconderme de ella y de todos.

Karen había ido unas semanas al sur del país con un grupo de amigas que entrarían a la misma universidad que ella. Se suponía que volvería a mitad del mes siguiente, pero yo no contaba con esta ola de noticias decepcionantes. ¿Qué mierda debía hacer ahora? ¿Llamarla? La necesitaba, necesitaba a la chica que me había ayudado como consuelo para muchísimas ocasiones. Quería conmigo a la madre que nunca había logrado conseguir en otra mujer.

Y lo quería a él. No a Aaron, sino a Aser.

Lo necesitaba. Mi cuerpo pedía a gritos que corriera donde él estaba para abrazarlo. Después de tantos meses, mi cuerpo lo había olvidado; necesitaba tocar su cabello azabache, mirarlo a los ojos y acariciar su piel, suave como el algodón. Necesitaba esas sesiones muy cortas de entrenamiento que terminaban convirtiéndose en sesiones de besos y caricias. Lo necesitaba todo de él. Tenía la terrible desesperación de volver a tener contacto físico con él.

El Infierno de Sus Besos © ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora