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McKenzie Elder


Cuando era pequeña, adoraba ir de visita a algún lugar cultural organizado por el colegio; no importaba si se trataba de un museo, una función de teatro infantil o una visita al zoológico. A medida que fui creciendo se me quitaron las ganas de salir, pero después de la última discusión con Aser se me quitaron hasta las ganas de vivir y seguir soñando.

Intenté contactar con él enviándole un par de mensajes, pero no se molestó en leerlos. Ni siquiera había entrado esos días a la aplicación de mensajes.

Mack: Aser, lo siento mucho.

Mack: Contesta, por favor. Quiero hablar las cosas...

La preparatoria había enviado un comunicado al inicio de semana en el cual nombraba una visita a un par de universidades en el estado, seguramente para tenerlas en consideración por ser nuestro casi último año de enseñanza superior.

Ya era viernes y debíamos ir todos en un bus hacia nuestros destinos, junto con una colilla firmada por un apoderado o tutor, pero lo que me preocupaba en esos instantes no fue eso, sino que no había visto a Aser en ningún salón de la preparatoria desde hacía dos días, y comenzaba a aterrarme la idea de que realmente le hubiera sucedido algo malo.

Debe venir, por Dios, ¡estamos hablando de la universidad!

La profesora encargada de acompañarnos caminó lentamente por los pasillos del aula, recolectando las colillas supuestamente firmadas por los adultos responsables. Cuando noté que comenzó a acercarse hacia donde estaba, noté que una corriente de frío me helaba la sangre: había olvidado la colilla en mi habitación, justo encima de la cama recién hecha.

Mierda, mierda, mierda.

Pensé que no podía ser cierto, que debió haber un enredo en mi memoria, pero al revisar mi mochila, comprobé que no se trataba de una teoría, sino que era un hecho. Oficialmente me había olvidado de traerla. La abuela iba a matarme y la profesora del mismo modo.

—¿Dónde está la colilla, Elder? —me llamó por mi apellido para captar mi atención, seguramente—. La colilla, ¿dónde está? —repitió con poca paciencia.

—Yo... —miré a mi mochila. Era inútil inventar algo—. La olvidé.

La profesora me miró preocupada, de arriba abajo, pensando en qué hacer conmigo.

—¿Se va a quedar sentada allí? —espetó.

—¿Qué quiere que haga, sino? —me levanté enfadada y de un salto. Al desviar la mirada, me topé con los ojos azulados de Aser, que entraban por la puerta y se dirigían hacia un puesto cerca de la entrada; yo estaba al fondo. Me miró desconcertado pero finalmente desvió la mirada.

—¡No me suba el tono! —gritó.

Sentí que éramos el centro de atención con Luna mirándonos, a nuestro lado.

—Usted empezó —me excusé.

—No invente esas atrocidades.

—Y qué hablar de usted —me crucé de brazos.

Se tragó unas cuantas palabras antes de enviarme a cualquier lado, pero fuera del salón.

—Le enviaré un reporte a tu madre sobre tu conducta.

Pensé bien qué responderle, y no se me ocurrió nada mejor que decir la verdad.

—Mi madre está muerta... —murmuré antes de salir por la entrada con mil ojos curiosos clavados en mi espalda.

El Infierno de Sus Besos © ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora