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McKenzie Elder


Suspiré y, con pasos lentos y pesados, me acerqué a la ventana de mi habitación, ubicada en el segundo piso de nuestra casa, y pensé en el suicidio.

Pensar en desaparecer de este planeta y de la sociedad es una idea muy tentadora, quizás siempre lo haya sido, pero en ese momento lo sentí mejor que nunca. Me había preguntado muchísimas veces si las personas que lo han hecho habrán sentido algún tipo de remordimiento momentos antes o incluso en el acto. ¿Habrán cambiado de parecer y se olvidarán del asunto? ¿O ya era muy tarde para todos ellos? Tantas dudas pero ninguna respuesta de alguien sincero.

Miré mis dedos y no pude evitar comenzar a juguetear con ellos. Era algo que se me hacía bastante adictivo. Hice una mueca de desagrado al sentir una suave y fría brisa típica de invierno. Qué lástima. Inspeccioné detenidamente mis uñas. El esmalte negro ya estaba lo suficientemente gastado para quitarlo, pero siempre es más fácil solo aplicar otra capa y ya. La delgada capa negra que cubría mis delgadas y largas uñas se parecía a las hojas de un árbol en otoño; se caen rápidamente y también se destruyen con la misma rapidez.

Decidí olvidarme de mis dedos por un tiempo y me concentré en el cielo. Me gustaba mirarlo y pensar en que era perfecto, una belleza sin igual, pero luego reparé en una cosa que lo hacía especial; cambiaba a diario y eso lo hacía diferente, único. El sol ya estaba por ocultarse e inundar las calles de oscuridad y silencio, aterrando a cualquiera que quisiera dar un paseo nocturno.

Sentí unos suaves golpes llamando a la puerta de mi habitación.

Debe ser Karen —pensé.

Esquivé la ropa sucia que estaba por el suelo y me escabullo hasta la entrada para abrir la puerta.

—Voy a la tienda. ¿Necesitas que te traiga algo?

Mi hermana estaba de pie al otro lado, apoyada en el marco de la puerta, esperando una repuesta concreta. La inspeccioné de arriba abajo. Parecía nerviosa, incluso asustada, por razones que yo desconocía en esos momentos, aunque muchos recuerdos vinieron a mi mente y la inundaron con su estúpida presencia.

—No —murmuré y esperé que con eso se fuera. Pero no ocurrió—. ¿Te pasa algo? —Ahora yo estaba inquieta.

Me toqué el labio inconscientemente con un dedo y empecé a frotarlo suavemente, pero dolió. Labios agrietados.

Siempre me pasaba. Siempre los había tenido. Siempre los había odiado.

—No pasa nada —aclaró—. Ya me voy.

La vi bajar por las escaleras y me tranquilizó saber que volví a estar en soledad. Suspiré en silencio, cerré la dichosa puerta y apoyo mi cuerpo contra la pared. Maldije al universo y a la vida en voz baja por haberme puesto en esa situación de mierda. Lo que pudo compensarme de su parte fue haberme ayudado a desaparecer la noche anterior. A veces me preguntaba por qué sentía tanta culpa de cosas insignificantes, como discusiones, si solo era una chica, como cientos de otras en el planeta.

"No eres especial, solo eres una mocosa. Bájate de tu pedestal y no seas egoísta..."

Esas palabras hacían eco por mi alma. Mi abuela sí admitiría que le había dicho cosas así a su pobre e inútil nieta menor, pero estaba segura de que algún día se arrepentiría. ¿Tuvo motivos para hacerlo? Sí. ¿Los necesitó? Nunca. Aquellas palabras me las tomé muy a pecho y fueron cayendo una en una en una fisura dentro de mi corazón. Esa grieta por dentro era un sinfín de atrocidades. Lastimosamente atesoré cada insulto que me decía y las guardé allí. Ahí nadie habla, pero escuchaba voces. Nadie vivía ahí, pero sentí por mucho tiempo que alguien, o algo, se hospedaba.

El Infierno de Sus Besos © ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora