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McKenzie Elder


Entrecerré los ojos y una oleada de pánico recorrió todo mi pecho; era una sensación bastante común en mí, pero no por ese hecho dejaba de ser algo bastante desagradable en cualquier circunstancia, incluso en la que estaba involucrada en ese momento.

Decidí dejar de esconderme, abrir la puerta del baño y caminar sigilosamente hasta la primera planta de la casa, cuidando mis espaldas y esperando que ningún amigo o conocido de mi novio pudiese reconocer mi rostro entre la multitud.

Sentí que el volumen de los altavoces había bajado considerablemente, lo que provocó un malestar en mis oídos.

—¡Escúchenme todos! —empezó a hablar el anfitrión de la fiesta, pero no pude contemplar su rostro, afortunadamente—. Son justo las doce de la noche y es hora de inaugurar la fiesta con la piscina, ¡démosle un merecido aplauso a Eddie!

Merecido aplauso a su mamá por parir tremendo imbécil.

Miré a ambos lados. Al parecer, todos estaban distraídos y aplaudiendo. Supuse que era mi oportunidad de salir y justo eso hice.

Intenté movilizarme entre cientos de estudiantes que soltaban quejas constantes sobre la temperatura del habiente. Por otro lado, también podía escuchar algunas conversaciones a medias de unas chicas universitarias sobre algunas cosas sin mucha relevancia para mí.

"¿Qué has hecho con mis pastillas? ¡Las necesito...!"

"¿Por qué no vino él mismo y me habló...?"

"No me atrevo a quedarme mucho tiempo. Solo tenía que verte..."

No presté mucha atención a los contextos de cada frase, pero me causaron gracia; menos la última. Esa había logrado despertar ese lado curioso dentro de mí, pero no intenté quedarme a escuchar el resto de ella. No era el momento adecuado.

Llegué a la puerta luego de unos minutos, pero aunque forcejé para abrirla, no cedía de ningún modo. Estaba trabada.

Maldición.

Desesperada para encontrar una nueva salida, miré a mi derecha y logré divisar una ventana no muy alta, pero bastante cerca de donde me encontraba. Supuse que era mi única forma de escape y caminé hacia ella, presionada por el pensamiento de que Eddie podía enterarse de mi huida, y más en esos instantes, porque lo habían llamado a la piscina.

Me subí sobre una pequeña mesa justo debajo de la ventana y, después de sacarme los tacones, la abrí a medias. Aunque el espacio máximo era reducido, logré salir en el diminuto hueco; las ventajas de ser esbelta por genética materna, cosa que mi hermana dice que no heredó del todo.

Salí por la ventana con los tacones y el bolso en las manos, corriendo entre las diminutas piedras del estacionamiento hacia el portón, donde estaba él de pie, esperándome. Las piedrecillas se clavaban sin piedad en las plantas de mis pies, lo que debilitó e hizo más lento mi paso, pero aun así llegué hasta la reja.

—Hola... —logré decirle entre la reja, adolorida.

Levanté un pie y vi que estaba ensangrentado; no era una sorpresa, solía ver mucha de mi sangre a menudo, sobre mi cuerpo pálido.

—¿Las piedras? —quiso saber, con un tono amenazador en su voz.

—Sí, tranquilo...

Empujé la reja hacia su lado, pero no quería abrirse. Desde la lejanía, percibí gritos que provenían de la casa: eran gritos de Eddie. Venía por mí.

El Infierno de Sus Besos © ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora