Capítulo 12

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12

Incendios de nieve y calor

Lo primero que he hecho al llegar es pasar a saludar a mi madre, pero no estaba, algo me ha dicho su secretaria de una comida y añadió que mi padre no vendría en lo que resta de día. Cansada del silencio que hay en el despacho de mi tío conecto la música, Preacher Man es lo primero que suena, con la voz de los dos hermanos de The Driver Era al oído echo un vistazo por la oficina. Hace veinte años me gustaba mucho estar por aquí, me llevaba alguna que otra mala palabra de los asociados al tropezar conmigo cuando ellos estaban hasta arriba de trabajo y estresados por no querer cagarla, y que una niña de diez años corretease por los pasillos en busca de diversión no era de gran ayuda.

Tras robar de la cocina de los socios unos zumos me instalo en el despacho de papá, aparte de ser de los más grandes y tener las mejores vistas estará vacío, además no es conveniente que mi prima y yo le quitemos espacio de la biblioteca a los que sí trabajan ahí. Justo en el momento en el que saco mi ordenador, mi tío me hace muecas desde la pared de cristal para que salga.

«Si es de cristal no es pared, ¿no? Es una ventana».

La comida con Nate ha dejado tonta a mi subconsciente, para que luego diga que la que no piensa soy yo.

«Tú eres la que ha dicho pared de cristal».

Rodando los ojos, no sé si por sus palabras o mi tío, suspiro.

—¡No está! —Grito. No me apetece levantarme.

—¿Traes regalo? —Susurra desde la puerta.

—No.

—Puedes pasar, hija —le da permiso con el brazo. A través del cristal veo a Maddie hacer la burla a su padre­—. Pórtate bien y no toques nada del tío —desde el sillón percibo como el sudor de Tim cae por su nuca.

Siempre le ha dado miedo que estemos en el despacho de papá y que después vaya a recriminarle que hayamos podido tocar o romper algo, nunca ha puesto pegas, sus pensamientos distorsionan la realidad. Rumiando aún contra su padre a pesar de no estar presente, Maddie tira la mochila y la chaqueta en el sofá de cuero negro desparramándose encima. Niego a la vez que señalo con el boli que llevo en la mano la mesa de cristal rodeada de cuatro sillas, también de cuero y también negras, como la mesa. Todo es negro, de cuero y cristal, menos el suelo y el gran ventanal con vistas a Manhattan.

—Esto no te ayuda —agita el zumo que le he lanzado.

Sonriendo por las bellas palabras que escupe contra mí, coge su mochila y se dirige desganada hasta la mesa. Me recuerda a mi hermana y a mí cada vez que nos tocaba quedarnos en la oficina y nuestros padres nos obligaban a estudiar.

Al finalizar sus tareas después de un rato largo en el que yo trabajaba en el caso del amaño a la vez que resolvía las dudas de la renacuaja, me pide si podemos probar unas cosas que se compró para las uñas. Sin objeciones accedo encantada por una distracción que me saque de una calle sin salida. Sentada en el suelo, vacía en la mesita un neceser lleno de utensilios de manicura y unas cajas con uñas. ¿Quiere ponerse uñas postizas? Si son súper incómodas.

—Son pegatinas —saca de una de las cajas varias láminas con diferentes diseños—, y quería investigarlo contigo —oh qué mona.

Curiosa me siento en el borde del sillón y agarro una de las hojas con once pegatinas de nail art. Impresionada por su tacto, que es idéntico al de un esmalte, leo las instrucciones que cita una de las cajas. No parece complicado.

Cuatro son multitud, tres no.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora