Era 1950 en Corea del Norte cuando Sun-hee fue llevada a un campo de concentración. Allí conoce el amor enamorándose del enemigo, un soldado surcoreano.
Decidí desearte, decidí mirarte, decidí amarte aún cuando sabía cuál sería nuestro final. Pero...
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Mis ganas de vivir no existían, habían desaparecido dejando un gran vacío dentro de mí, una gran soledad que no se disipaba, esa soledad que me condenaba a una irreparable depresión que cada vez se hacía presente, el dolor de despertar cuando lo único que quieres es descansar, ese sueño del alma que no sabes cómo apagarlo.
No tenía ni el mínimo conocimiento de dónde estábamos, ni que era lo que hacíamos ahí, fuimos traídos como animales, como bestias que los habían separado de sus familias, bestias a quienes le mataron su unión, su hogar.
Lastimosamente yo era una de esas bestias, todos en aquel lugar lloraban de desesperación, el sentimiento de injusticia que calcinaba nuestros pobres espíritus. Parecíamos ratas dentro de crueles trampas, hasta que caí recién en cuenta.
-Señorita, dígame porfavor, ¿Ha visto a mi hija? Dígame que si, se lo ruego. Es una joven de su edad aproximadamente, es de tez blanca pelinegra, ojos cafés oscuros, se llama Yuri.-mencionaba con ojos aguados.
-Lo siento, no la he visto pero si la alcanzo a ver la buscaré para decirle.
-Muchas gracias, hija._me quedó viendo fijamente perdida en mi mirada.-¿Puedo abrazarte?
-¿Disculpe?
-Que si puedo abrazarte.
Estaba tan cansada y decaída que poco me interesaba las razones del porqué quería hacerlo y asentí. La señora se abalanzó a mí y comenzó a llorar, era tanto el lamento que se necesitaba ser un maldito insensible para no convalecer ante el llanto de aquella madre.
Y no era la única, a mi alrededor habían más personas buscando a sus familiares, corriendo en diferentes direcciones. Por misterioso que parezca en mis pensamientos nunca pasó la idea de buscar a Heedo, tan siquiera había recordado la existencia de mi novio, solo me concentré en querer morir.
Había pasado algún tiempo desde que aquellos soldados nos habían metido en esta jaula, todo apestaba aquí dentro, el espacio era demasiado reducido para las mujeres que habían, era una pesadilla completa. Recuerdo la impresión que me llevé cuando vi aquellos recuadros de madera a los que ahora llamaré cama.
Sentía ahogarme con el pasar de tiempo, las horas corrían lentamente en aquella prisión y sin darme cuenta ya era el día siguiente.
Sonó un bongo a lo lejos, aquel sonido se repitió tres veces y golpes en las puertas de las habitaciones.
-¡Salgan ratas!
Seguido abrieron la puerta y comenzamos a salir. Cuando llegué no pude darme cuenta de la circunstancia en la que me encontraba porque el dolor me cegaba pero ahora que estoy en mis sentidos divisé que no éramos los únicos, habían varias edificaciones al costado.