Capítulo 25

5.9K 587 189
                                    


Leiren.

La sensación de pesar persiste en mi pecho ante la escena que contemplo: Atheus lucha con los sujetadores de la tela envuelta que rodea un almohadón simulando a un bebé. La cosa se ve ridículamente pequeña atada a su ancho torso y no hay un gramo de delicadeza en la técnica de sus manos toscas. Y aún así, puedo imaginarlo, acunando enfurruñado a un pequeño niño que me aferro a pensar amara con fuerza. Yo comprobé de primera mano los dulces y protectores que pueden ser sus brazos, como si no fueran capaces de infligir daño y solo existieran para resguárdarte del mundo. No tengo dudas de que nuestro hijo estará a salvo en sus manos, pero...

Me resulta inevitable no considerar otras posibilidades.

Presiono las manos protectoramente sobre mi estómago. Él es inestable, aún con todas sus buenas intenciones, no puedo confiar ciegamente en que seguirá dispuesto a cuidar al niño en el peor de los escenarios.

—¿En qué piensas?

Salgo de mis pensamientos sorprendida cuando lo noto frente a mí.

—¿Qué?

—Dejaste de burlarte y te quedaste así—extiende la mano, acariciando mi entre cejo que no he notado estaba fruncido—. ¿Estás cansada?

La palabra no es cansada, es débil. Me cuesta mantenerme de pie desde que desperté, imagino que por la falta de alimentos. He devuelto todo lo que he ingerido y se hace notar en cada mínima acción que me lleva arduo esfuerzo.

Respirar se ha vuelto una lucha. El crecimiento del bebé ha terminado de empeorar mi condición ya de por sí mala.

No digo nada de eso. Atheus no necesita frustrarse más por no poder hacer nada.

—Solo pensaba—arrugo las cejas al decirlo—. No, en realidad, estoy preocupada.

—¿Por qué? —sus ojos se tornan preocupados—. Ya te dijeron que no debes estresarte.

—Bueno, es inevitable. Las otras cosas que dijeron esos hombres aún me persiguen.

Sus manos se tensan alrededor de mi cintura.

—Leiren...

—No, Atheus. Tenemos que hablarlo, no puedes seguir evitándome.

Parece ofendido.

—No te evito, ya hemos hablado y estuvimos de acuerdo en que los enviados de Galileo serían más aptos para tratarte.

—¿Aptos? —resoplo cansada y retrocedo rehuyendo de sus brazos—. ¿Para qué? Ya no tengo mucho tiempo y los riesgos siguen existiendo.

Los enviados de Galileo son un consuelo barato. No pueden hacer nada por mí con lo poco que queda para el parto.

—No empieces con eso de nuevo—se frustra—. Dije que estarás bien y...

—Esto no es algo que tú decidas, no está bajo tu control—lo enfrento exasperada—. Tienes que entender y aceptar que las cosas pueden salir mal, y en tal caso, serás tú quien deba lidiar con...

—Detente ahora mismo. No pienso considerar tal cosa—alza la voz, cortando mi advertencia en seco.

Su intento de autoridad no hace nada por ocultar el temblor en la orden y es eso mismo lo que me obliga a calmarme. Su actitud no está guiada por malicia, sino por miedo.

—Sé que esto es difícil para ti—vuelvo a intentar, empleando un tono más suave—. Y créeme cuando te digo que no me complace presionarte con algo que sé te lastima tanto, pero ahora mismo no es mi prioridad el cómo te sientas, sino el saber que estás en condiciones de lidiar con el bienestar de nuestro hijo en caso de que yo no esté aquí para hacerlo.

La redención del reyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora