Capítulo 27

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Atheus.

Pierdo la noción de mi realidad con sorprendente facilidad. Las horas y los días se convierten en una tortura constante en las que no me aparto de ella ni siquiera cuando la limpian y la tratan para dejarla en un estado decente. Me resulta difícil procesar el informe de su salud, o cualquier cosa en realidad, como si el raciocinio me hubiera sido arrebatado desde el instante en el que la encontré bañada en su propia sangre, fría, inerte como una muñeca rota que no reaccionaba a mis llamados.

Aparto esas memorias y arrastro con fatiga la silla más cerca de la cama, sujetando su mano para llevarla a mis labios y respirar aliviado al sentir sus casi imperceptibles pulsaciones que mantienen mi esperanza. Es lo único en lo que encuentro paz entre este tormento, los rastros de vida.

Al cuarto día de dar a luz, su hemorragia disminuye, más no se detiene. Perdió una importante cantidad de sangre y no volvió a recuperar la conciencia correctamente desde entonces, luchando contra el dolor agonizante que la tortura en sueños. Sus ojos se abrieron un puñado de veces, cansados e incapaces de enfocarme sin importar cuánto supliqué por ello. Su delgadez terminó de avanzar a pasos agigantados, dejando el filo de sus huesos marcándose dolorosamente bajo su piel, ahora amarillenta y reseca por la deshidratación pese a que intentan alimentarla con líquidos cada vez que pueden. La fiebre alterna, cada vez más alta, enviándola al delirio por largas noches que me asechan con la amenaza de quitármela.

—Atheus.

La voz de Noel envía un escalofrío por mi espalda, sacándome de mi fijación. Intento erguirme, siento la cabeza pesada y no es un hecho sorprendente teniendo en cuenta que no puedo recordar la última vez que comí.

—¿Qué quieres...? —hundo el rostro entre mis manos, el rastro de barba creciente pica contra mis palmas y frunzo el ceño sintiéndome sucio.

—Tenemos que hablar.

Volteo por primera vez cuando encuentro la fuerza, deteniéndome en seco al notar el bulto envuelto en mantas pomposas que lleva en brazos. Me pongo rígido, mis defensas se cierran como si en vez de un bebé, tuviera un arma lista para derribarme.

—¿Por qué traes eso? —. Sueno más hostil de lo que espero.

—Porque no ibas a ir de visita, ¿no? —Devuelve, la amargura agravando su tono—. El castillo entero se ha llenado de susurros tras su llegada y especulan sobre lo que pasara, el exterior aún aguarda por noticias y tú no te digas a hacer acto de presencia para aclarar esta maldita incertidumbre.

—Sabes que estoy ocupado—me paso una mano por el pelo, irritándome cuando escucho que comienza a lloriquear—. No soporto esos sonidos, que se vaya, maldición.

—¿Qué tal si cumples con tu obligación y le brindas consuelo entonces? —me encara molesto—. Eres su padre, y ni siquiera tienes el valor de mirar en nuestra dirección.

Siento que el cuerpo se me traba con rabia y arañazos de desesperación me retuercen las entrañas. Tiene razón. No puedo mirarlos por completo. El pánico que me ha enjaulado desde que volví me tiene inmóvil e incapaz de enfrentar esto solo.

—Vi suficiente cuando dejó moribunda a mi esposa—vuelvo a darles la espalda, evasivo y furioso tanto conmigo por ser tan cobarde como con esta maldita situación—. ¡Silencia eso, joder!

—¿Crees que Leiren estaría feliz con el trato que le das? Desde que nació es como si no existiera para ti.

Aprieto la mandíbula.

La redención del reyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora