Volviendo a la vida

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Conocí de noche a Gastón, cuando los dos éramos jóvenes y andábamos siempre detrás de lunas rojas, en fiestas pasadas de alcohol y drogas. De aquellos primeros años retengo el humo. Siempre estaba metido en algún humo, de máquinas o de cigarrillos, entre músicas y luces estrambóticas, buscando y encontrando dedos sexys y delgados sobre mis mejillas, llenas de besos y pastillas. Fueron muchas temporadas de ir y venir con gente extraña, con sus carcajadas diabólicas y anónimas, entre la bruma de los únicos amigos que tenía. Entonces mis risas, como las de todos, demandaban dosis cada vez más grandes, excesos cada vez más peligrosos y noches cada vez más largas, que se terminaban recién bien entrado el día, cuando el cansancio alcanzaba al fondo negro y oscuro y lo apagaba. En los pocos pedazos de luz que quedaban, la soledad aprovechaba para recordarme, agazapada hasta el final, lo perdido de mi destino y el de todos los demás. Pero entre tanto humo, un día Gastón y yo nos inventamos una isla. Fueron nuestras charlas en la terraza, bajo un sol que no nos quería ni nos reconocía, pero en las que él y yo podíamos hablar. Y hablábamos de todo, de lo bueno, de lo malo, de lo que nos había pasado y del miedo. Fumábamos como locos, abarrotando ceniceros de colillas, risas y tristezas y eso ayudaba. Las noches excéntricas de extraños y delincuentes siguieron un tiempo más, pero yo ya no estaba solo. En las peores lunas llenas, tenía un hermano que me cuidaba y yo lo cuidaba a él. Igual no alcanzó, en una de esas lunas en las que cada uno andaba por su lado, fue lo del accidente. Cuando llegué al hospital su familia, ausente y desconocida para mí, me detuvo en la puerta. Él va a estar bien, pero vos y toda la lacra, acá no pueden estar más, a Gastón cuando salga de acá lo vamos a internar. Y así fue. Unos días después, justo antes de su internación, pudimos volver a hablar. Si vos no te querés salvar, no te vas a salvar, yo no puedo hacer nada, me dijo. En ese momento no entendí que esas no eran sus palabras, que pertenecían a sus doctores y a su salvaje doctrina del individualismo, de la que veníamos desde siempre y con la que ellos, los médicos, esperaban darnos la salvación. Esa noche volví al boliche, más borracho y más pasado que de costumbre y más solo que nunca. Después de algunos pocos meses, llegó mí turno con un accidente. De los que estábamos en el auto... la puedo contar y por primera vez, aunque no era yo el que manejaba, me sentí parte en el dolor y en el horror de otros y eso fue todo para mí. Con Gastón nos encontramos muchos años después, más grandes y canosos, en la misma terraza de antes dónde ahora juega un niño con su tobogán de plástico todo decolorado por el sol. ¡Qué abrazo nos dimos! Estábamos bien, habíamos sobrevivido y eso nos llenó de alegría. Él me buscó a mí. Tengo una idea hermano, fue lo primero que me dijo, y no puedo dejar de pensar en vos. Después me contó que cuando estaba en el pozo, pensaba en nuestras charlas y ahí entendió que lo que nos decimos, el cariño que nos damos, nos envuelve como un abrazo que perdura mucho tiempo y que fue eso lo que lo salvó, pero que el problema, el de muchos chicos y chicas, sigue estando ahí justo donde lo dejamos, tan vigente como en nuestros días. Habíamos vuelto a la vida. Desde entonces nos dedicamos juntos a ayudar, damos charlas y tenemos un espacio seguro abierto durante toda la noche los jueves, viernes y sábados, que además de día, todos los días, tiene abierta la terraza.

Unos cuentos para variarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora