JAIME VII

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Jaime caminaba entre sus tropas en silencio, conocedor de que todos sus soldados observaban sus movimientos con atención. La gran batalla, la batalla por el mundo de los vivos iba a tener lugar en pocos días, quizá en pocas horas, y la expectación entre las fuerzas de la reina se concentraba en la figura de su general. Era consciente de los miles de ojos que analizaban sus movimientos. Y sentía el temor, la duda, el ansia, la expectación y las decenas de diferentes sentimientos entremezclados que embargaban el ánimo de sus tropas. Por eso, caminaba despacio, seguro, firme. Algunos de esos hombres habían estado junto a él en Pyke, en el Bosque Susurrante, en Desembarco del Rey. Pero todas esas muertes ya daban igual. Todos sabían que los muertos no se retirarían, que no podían pactar con ellos. No, ellos no pararán, sino que seguirán avanzando hasta el final y, si no conseguían detenerlos ahí y ahora, nadie podría. Jaime percibía ese temor en todos sus hombres.

El Sol amenazaba con esconderse y dar paso a la noche y el frío cada vez era más intenso. Se detuvo junto a una de las grandes hogueras alrededor de las que se levantaba el campamento y pidió agua. Enseguida le trajeron un vaso y se lo llenaron hasta al borde. Bebió mientras contemplaba el Muro. Se alzaba hasta donde alcanzaba la vista y parecía imposible imaginar que algo podría hacerlo caer.

Cundo empezó a envolverlo la oscuridad, volvió sobre sus pasos y se dirigió hacia el Castillo Negro, en busca de paredes de ladrillo que le hicieran entrar en calor.

¡No! – rugió Ser Lyle a tres hombres más verdes que la hierba del verano – La brea va al elevador, el aceite por las escaleras, los dardos para las ballestas en las cajas y las lanzas se quedan abajo. El sebo dejadlo bajo la escalera. ¡Venga! ¿Es que solo sabéis tirar de un arado? ¡Venga! –

''Buena voz para dirigir tropas''. Pensó Jaime. En una batalla los pulmones del capitán eran tan importantes como el brazo que manejaba la espada. ''No importa lo astuto que sea un hombre si no consigue hacer oír sus órdenes''.

Cuando entró a la sala común, el ambiente era más triste que el de un funeral. Jon Nieve estaba sentado, mirándose las manos. Ser Barristan con la espada cruzada sobre las piernas, pensativo, Tyrion se llenaba con manos temblorosas una copa de vino, Arya Stark y su amante, que al parecer era un Bastardo de Robert Baratheon, estaban sentados en una esquina de la habitación, quietos, temiendo romper el silencio. Y Daenerys, sola, mirando a la chimenea, como si las llamas le pudieran dar alguna respuesta.

¿Qué ocurre? – preguntó Jaime.

Fue una pregunta breve, simple, esperando una respuesta igual de simple.

Hace mucho más frío que ayer – dijo Jon con voz sombría – Y hace horas que no se escucha el piar de los pájaros, los caballos están nerviosos... Ya llegan –

''Ya llegan''. Siempre había disfrutado de los momentos antes de un combate. Le gustaba la tensión, los momentos antes de la batalla, cuando la vida y la muerte dependían del filo del acero y la fuerza de los brazos. Pero esa vez era diferente. Tenía miedo.

''Miedo'' – No era una palabra hecha para él. Era Jaime Lannister, el más joven en vestir la capa blanca de la Guardia Real, el Matarreyes. Jamás había tenido miedo. Ni cuando Rickard Karstark había pedido su cabeza. Ni cuando le llevaron ante Aegon en Desembarco del Rey. Ni siquiera cuando mató a Aerys.

''Todas esas veces sabía lo que esperar''. Solo tenía que correr hacia el enemigo blandiendo la espada hasta que no quedara nadie en frente o alguien consiguiera derribarle a él. Y si moría, dejaría que los gusanos se comieran su cuerpo. No había nada que temer, la oscuridad llegaba para todos tarde o temprano.

Siempre se había imaginado muriendo con una espada en la mano. Pero una vez muerto, se acababa, no se levantaba de nuevo, con la piel desecha y los ojos azules. '' ¿Y cómo podemos matar a los muertos?''.

SUYA ES LA CANCION DE HIELO Y FUEGODonde viven las historias. Descúbrelo ahora