Capitulo -12: El Anillo Del Verdugo.

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—Bajará en unos minutos —le informó Marietta a Ana.

Marietta se apresuró en peinar delicadamente a Elara. La trataba como si fuera una muñeca de porcelana frágil. Le recogió el cabello en un moño algo elaborado que en realidad no le costó gran esfuerzo. También la maquilló un poco.

Elara parecía una flor delicada flotando entre sus pétalos color salmón y enamorando con esos labios color durazno, pero con la mirada apagada y triste.

Se sentía como una muñeca; esa era la palabra exacta para ese sentimiento. Por verse bonita, delicada y elegante, pero estar vacía, como esas pequeñas figuras que solo sonríen sin alma y se mueven a voluntad de quien juega con ellas.

Iba a salir de la habitación, cuando Marietta la detuvo.

—Falta un detalle —fue lo que le dijo.

Elara volvió y vió a Marietta sacar una caja rectangular color ocre de uno de los amplios bolsillos de su delantal.

—Esto es de mi parte —Marietta abrió la caja, dejando en visto para Elara su contenido.

Eran un precioso par de guantes de encaje blancos. Se veían muy finos y elegantes; también muy caros. La hacía sentir culpa aceptar tal regalo de su parte, porque seguro le cortaron demaciado para el sueldo de una simple criada. Sin embargo, también la haría sentir culpable no aceptar, porque en la mirada de Marietta se veía ilusión por verla usar algo de su parte.

—Gracias —le respondió Elara con una sonrisa amable.

Marietta le colocó con cariño los guantes en las manos a Elara y agregó algo más:

—Solo mantenga la calma, mi niña —le sonrió Marietta acomodando los olanes que caían sobre los hombros de Elara.

Elara le sonrió triste y salió de su habitación dejando a Marietta recogiendo el espejo roto.

Caminaba por el corredor hacia las escaleras sin mucha prisa. Muy pronto comenzó a sentir que el espacio se hacía angosto y el corredor más largo. El corazón le dió un gran brinco para latir con mayor rapidez. Estaba nerviosa y ansiosa más que nunca. Se sintió mareada, sin deseos de bajar, pero debía hacerlo y su cuerpo lo sabía, porque aunque su mente dijeran "No, no" su cuerpo seguía una orden opuesta: el deber.

Bajó las escaleras escuchando voces a lo lejos que sonaban como murmullos incomprensibles, pero que poco a poco se acercaban.

—¡Han hecho un trabajo encantador! —exclamó una mujer algo mayor—. Me encanta su jardín, señor Dankworth. Y las flores que mandó a traer ¡Quedaron perfectas!, ¿Verdad, cariño?

—Sí, Isabel —le respondió la voz de un hombre mayor en tono desinteresado.

—El crédito de esa elección se lo lleva mi madre. Sin ella, creo no hubiéramos hecho ni la mitad —la voz de Jacob se sumó a la conversación.

—Hizo una buena elección. Tiene un bonito patio trasero para eventos así —siguió la mujer—. ¿Verdad, cariño? —preguntó de nuevo.

—Tienes razón, Isabel —reiteró el hombre mayor.

Elara se quedó de pie a mitad de la escalera al ver cruzar por en medio del recibidor, a su padre en compañía de varias personas que no había visto antes, pero sabía que eran familiares de Víctor; él iba con ellos.

Su presencia en esas escaleras fue advertida casi de inmediato; varios pares de miradas se quedaron clavadas en ella indiscretamente, logrando hacerla sentirse incómoda.

—¡Elara! —exclamó su padre de bastante bien humor—. Ellos son los señores Anthonyson —le informó acercándose al pie de la escalera para recibirla.

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