Esa noche de julio de 1870, la penumbra estaba apoderada de las desérticas calles de un pueblo del cuál nadie se acordaba ya. De lado a lado la oscuridad parecía engullir las fachadas de las pequeñas y antiguas casas que casi se caían a pedazos. Ni la luna quiso asomarse esa particularmente helada noche para ser en pleno verano.
Nadie se encontraba despierto a esas horas en la casa junto a la iglesia que era utilizada como un pequeño seminario dónde residían unos cuatro seminaristas; entre ellos, Arthur Denson, quien hacía la excepción a las horas de descanso, puesto que cierto ruido extraño lo arrebató de su sueño para asomarse a ver qué sucedía.
Con una vela en un plato el joven salió de su habitación, dibujando una mueca de confusión cuando distinguió que en los pasillos del seminario resonaba el desesperado llanto de un recién nacido.
El largo pasillo se encontraba en penumbras, hasta que del fondo de este, una amarillenta luz se sumó a la de su vela. A paso tambaleante venía el octogenario sacerdote con quién Arthur intercambió gestos de confusión.
—¿Un bebé? —le preguntó el anciano sacerdote al llegar al lado de Arthur.
—Parece que hay alguien afuera —contestó el joven hombre.
El padre no dijo nada más y pasó por el costado de Arthur en dirección a la puerta de la entrada, que quedaba al cruzar un pasillo más. El joven lo siguió en silencio, por temor del que anciano sacerdote fuera a tropezar en la oscuridad y tuviera un accidente.
Mientras más avanzaban, los incesantes llantos aumentaban su volumen. El sacerdote abrió una de las pesadas alas de la puerta de la entrada y miró de lado a lado en la calle, antes de bajar su mirada.
—Un bebé —dijo el sacerdote.
Arthur se asomó a ver, encontrándose con un bulto que se movía desesperadamente entre una blanca manta a los pies del padre.
—Pero que mujer más desnaturalizada e irresponsable es capaz de dejar a su hijo en nuestra puerta —comentó Arthur con el ceño fruncido en su totalidad.
—Recoge al bebé, Arthur. Hace frío —le pidió el padre ignorando el comentario del joven.
Arthur le dió su vela al sacerdote, para tomar al bebé cómo si fuese de cristal, con temor de tirarlo.
—Dios perdone a la inclemente mujer que ha dejado a su hijo aquí —agregó Arthur antes de jalar la puerta para cerrarla tras él.
El sacerdote acercó su vela al bebé, descubriendo los albinos y algo ensangrentados cabellos que el pequeño tenía. Peculiar, bastante peculiar, pero atribuyó ese color de cabello a que estaba muy oscuro y seguramente veía mal y era de cabello rubio.
Por la poca sangre que el cabello del bebé tenía, lograron deducir que había nacido ese día, hace pocas horas posiblemente.
—Es un varón —comentó Arthur, al ver al bebé que el bebé solo estaba cubierto por la manta y nada más.
—¿Qué condiciones habrá orillado a su madre a dejarlo? —se preguntó el sacerdote sin esperar respuesta.
Lo que ellos no sabían, era que el bebé le pertenecía a una campesina de piel morena, que hacía unas tres horas había dado a luz. Cuando vió que su bebé era blanco y de cabello claro, palideció. Su marido era también moreno, y cuando viera que su hijo había nacido blanco, lo pensaría bastardo, y sabía bien que siempre andaba con un Revólver al cinto y no dudaría en dispararlo contra ella o contra el pequeño. Confundida por la inesperada apariencia de su hijo, no reparó en otra cosa que dejarlo en la iglesia y decirle a su marido, cuando volviera de su viaje, que el niño había nacido muerto. Con todo el dolor del mundo, esa madre tomó esa difícil decisión por el bien de ambos.
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Fenómenos
FantasyElara en un principio es secuestrada por un circo de Fenómenos fuera de lo común. La situación deja de parecer un secuestro cuando la dejan el libertad y tras volver a casa descubre el horrendo plan que tiene su padre para con ella. Tras su descubri...