Capítulo 3: Tardes de verano y mañanas soleadas

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Punzadas de dolor y de añoranza atravesaban el corazón de Anne mientras recorría Regent's Park, el parque en el que había pasado su infancia y que ahora estaba en manos de una familia adinerada que se había mudado recientemente a la ciudad.

Pero no era eso lo que le hacía querer cerrar los ojos y echarse a llorar, lo que le hacía querer huir y esconderse bajo las sábanas hasta que las cosas mejoraran, como una niña pequeña asustada de la tormenta. No, aquel parque nunca le había pertenecido, y no necesitaba que fuera suyo para sentirse allí como en casa.

Ese era el parque en el que había pasado tantas tardes de verano jugando con Jacob, su hermano mayor. Cuando eran pequeños, el lugar pertenecía a una pareja amiga de sus padres, que los dejaba ir a jugar allí. Al principio tenían la esperanza de que entretuvieran a sus hijos, unos años menores que Anne y Jacob, pero no habían tardado en darse cuenta de que los dos hermanos iban por su cuenta. No necesitaban a nadie más que al otro.

Pese a esta inconveniencia, habían permitido que Anne y su familia siguieran acudiendo al parque; encontraban a los dos niños adorables y les gustaba verlos jugar. Claro que si hubieran sabido a qué jugaban, se habrían escandalizado.

Piratas que surcaban los siete mares, exploradores aventureros que viajaban en busca de tesoros y bandidos despiadados a quienes solo les importaba la riqueza; a todo eso y más jugaban los dos hermanos en cuanto se alejaban de la vista de sus padres.

Conforme fueron creciendo, dejaron atrás esas chiquilladas. En lugar de correr y gritar, paseaban y charlaban. Anne recogía hojas y flores para secarlas entre las páginas de sus libros y Jacob le hablaba a su hermana de los insectos y animalillos que poblaban en parque. Soñaban con lugares que les gustaría visitar, hablaban de libros que habían leído se deleitaban con los pastelitos que la cocinera les preparaba para merendar.

Después la pareja se mudó a América, y ya no pudieron visitar el parque más. Aun así, seguían hablando y paseando, ya fuera por el jardín de su casa o por las calles de Londres, y Jacob enseñaba a Anne todos los lugares que no tenía permitido visitar, y le hablaba de aquellos en los que no le dejaban entrar.

Y entonces se fue.

Cinco semanas hacía ya que el barco partió. Anne cerró los ojos, recordando a Jacob inclinado sobre la barandilla, saludando mientras el barco se alejaba con una sonrisa de oreja a oreja. Estaba entusiasmado por ver el mundo. Anne ignoró las quejas de su madre y se quedó de pie en el puerto, viendo cómo el barco se hacía más y más pequeño hasta que desapareció en el horizonte, y con él, su hermano.

Desde entonces la joven había sentido en el corazón un doloroso vacío, un agujero con la forma de su hermano que nadie más podía llenar. Lo que más le dolía no era que Jacob se hubiera marchado, sino que la había dejado a ella atrás.

No sabían cuándo volvería, y entretanto Jacob estaría haciendo nuevos amigos y divirtiéndose y olvidándose de Anne, que lo esperaría en Londres, sintiéndose tan sola como un islote en medio del mar.

Solo Lillian había logrado apaciguar durante un rato esa sensación de soledad, pero desde que su padre se la había llevado no la había vuelto a ver. Por lo menos, no en persona; en su mente aparecía a cada rato, sus ojos azules destellando como dos estrellas en la noche, su sonrisa haciendo que una sensación cálida inundara a Anne durante unos instantes.

Sin embargo, soñar con tener una amiga no haría que eso ocurriera. Debía olvidarse de Lillian, de Jacob y de todos los demás. Sería como un lobo, estaría sola y no necesitaría a nadie.

-¡Anne! -escuchó gritar a Madre.

Suspiró y corrió de vuelta al pícnic, donde sus padres la esperaban sentados sobre una manta en el césped. Sobre esta había también una cesta llena de postres que la sirvienta había preparado para la ocasión. Alrededor, varias familias colocaban también sus cosas en el suelo, a excepción de la pareja que había organizado el pícnic, cuyos nombres Anne desconocía. Ellos estaban sentados en unas butacas, cubiertos por una carpa de color verde pálido.

-No está bien -mascullaba Madre, recolocándose el sombrero-. Sentarnos en el suelo, ¡ni que fuésemos unos salvajes! Me parece insultante.

-No está tan mal -opinó Anne, sentándose junto a ella-. Es cómodo.

-Es fácil para ti decirlo. Tú y Jacob os pasabais el día revolcándoos por este césped. Anda, trae que te coloque el sombrero, lo llevas torcido.

Anne dejó a su madre hacer mientras escrutaba con ojo atento la multitud en busca de alguna cara conocida.

-No encontrarás a nadie -advirtió su padre dándole un toque en el hombro.

Anne se volvió.

-Son todos amigos de los organizadores, pero no nuestros. Solo hemos sido invitados porque vivimos en la zona -rio Padre.

La joven asintió y se apartó de su madre, que, muy alterada, no dejaba de cambiar su sombrero de posición.

-¡No, espera, aún no he terminado! ¿Qué dirá la gente si te ve con el sombrero torcido?

-Está bien, Madre. Y aunque no lo esté, si no les gusta, que no miren -dijo resuelta.

Madre masculló por lo bajo algo que Anne no logró entender, pues su mirada se deslizaba de nuevo por los asistentes. Era consciente de que no conocería a nadie, pero no podía evitar desear que ella estuviera allí.

Ya iba a rendirse cuando vio algo que hizo que su corazón diera un vuelco. Cabello oscuro, piel pálida, labios carnosos, rosas y suaves. Lillian.

Se puso en pie sin poder evitarlo y echó a correr hacia ella, ignorando los chillidos indignados de su madre. No se detuvo hasta que llegó junto a su amiga.

-¡Lillian! -exclamó sin aliento.

La otra se volvió, sobresaltada, pero su mirada se iluminó al ver a Anne. Se levantó y la abrazó, dejándola sin respiración.

-No sabía que estarías aquí -comentó emocionada.

-Yo tampoco -rio Anne.

Lillian sonrió.

-¿Quieres dar un paseo?

Anne sonrió a su vez.

-Me encantaría.


Lo que no sabíanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora