18.

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Los sonidos de la ciudad habían desaparecido, siendo reemplazados por el ruido salvaje del viento azotando la hierba y los trinos de aves a la altura. Deprisa, la sombra de Kuroo corría entre lo más profundo de la boca del bosquecillo a donde llevaba el sendero. La hierba estaba más alta que nunca, y al andar con nada más que sandalias, sus tobillos dolían con la mala fricción de las espinas y las piedras. Cada árbol era idéntico al anterior y si seguía así, sería muy probable que se extraviaría ahí mismo.

El cielo colgante brillaba de un naranja abrazador, y los árboles se veían más altos de lo normal. Y había corrido por tanto tiempo, que sus pies se sentían cómo si estuvieran a punto de deshacerse en cualquier momento.

Se daba momentos de descanso en los que paraba y se sentaba a dar respiros superficiales, para luego seguir vagando en su búsqueda.

Y gritaba: —¡Kenma!

Pero nadie respondía.

Quedaba poco para la puesta del sol. Incluso las aves parecían mirarlo con pena en las copas de cada árbol.

Un nudo se asomó por su garganta. Se prometió a sí mismo que no se detendría hasta encontrarlo, sano y salvo, pero temía que su cuerpo estaba demasiado exhausto para poder continuar. Era racional pensar que si seguía así, colapsaría, sin siquiera haber tenido éxito en su búsqueda. No podía permitirlo.

—¡Kenma!

Ignorando los signos de su creciente cansancio, continuó trotando por el gran bosque. El nombre de él brotando de su boca, una y otra y otra vez. Las flores silvestres, las ramas altas y las aves, todas eran testigo de cómo estaba sumido en la desesperación por encontrarlo. Rezando por una respuesta, cualquier respuesta. Cualquier cosa servía.

Dirigió su vista hacia cada flor que brotaba en el camino, en ellas burbujeaba cada memoria de sus conversaciones.

—¡Kenma! — Gritó, por última vez, estridente y claro.

Nada.

Kuroo no era un ser poderoso, su cuerpo finalmente se rindió al agotamiento y cayó sin sentido al césped. Sus brazos extendidos en la tierra. Tampoco se molestó en contener un sollozo, porque todo le dolía.

Sus ojos escocidos subieron hacia el cielo anaranjado. Lágrimas se asomaron en sus ojos, a las que él se limpió con el dorso de su mano.

—Eres bueno buscando. — Dijo una voz, fuerte y clara.

Y volteó.

Y lo vió.

—Has vuelto a ver.

Tobillos pequeños que se hundían entre el césped eran solo el inicio de su figura erguida y etérea. Dos ojos del color del oro, fijos y dulces, brillantes cómo dos estrellas.

Kenma.

A apenas unos pocos metros de distancia, su tenue cuerpo se apoyaba en la espalda del tronco de un árbol, mientras que sus cortas piernas descansaban por delante. El sol de la tarde, que estaba a nada de ponerse, se daba contra la mitad de él, la luz frotándose en su corto cabello rubio. Incluso, daba la impresión de que su piel resplandecía.

No se veía sorprendido, ni siquiera un poco abatido.

Kuroo, sin vacilar, consiguió las últimas fuerzas que le quedaban para correr casi arrastrándose hacia él.

Silencio. Los dos, frente a frente. La adolorida cara de Kuroo mojada en lágrimas contrastando con el rostro de Kenma, tan pleno y enteramente completo de paz. Su mirada, cercana y cálida, pero tan distante a la vez.

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