13.

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La rutina había vuelto a ser la misma desde que Kuroo dejó de asistir a la escuela. Despertar, estar en clases, aguantar el recreo sólo, regresar, despertar, estar en clases, aguantar el recreo sólo, y se repetía, y volvía a repetirse cómo si fuera automático. Podía sobrevivir, por lo menos, pasando por la biblioteca, o encerrándose en el baño del gimnasio para completar las historias de sus videojuegos. En fin, a veces pensaba en que pronto llegaría el día en que se aburriría de todo y de todos.

Cuando tocaban la campana del mediodía. Sólo era cuando regresaba de clases el momento en que se sentía mejor, porque eso significaba cuidar del estúpido chico ciego del frente.

Claro, con el tiempo cuidarlo sólo se había convertido en una excusa para pasar más tiempo con él sin tener que decirle directamente, y claro, Kuroo con los días se enteraría de eso, pero jamás le molestaría, ni le incomodarían la clase de sentimientos que su mejor amigo tendría hacia él, las cosas serían igual aunque no fuera recíproco, y así se lo dijo en esa tarde donde tocaba la limpieza de ojos. Y ésta amabilidad tan extraña sólo provoca que Kenma se irritara, pero a la vez, se enamoraría aún más. Eso es lo que pensaba en cuánto iba de camino a casa.

La sequedad en su garganta le saca una incontrolable tos. Normalmente sentía nauseas en verano, pero el otoño ni siquiera había terminado. De repente, se encuentra en el cuarto de baño, sus párpados suben con dolor, esperando ver rastros de asqueroso vómito desparramado por el lavamanos, pero no había vómito, ni siquiera algo parecido.

Eran pétalos. Largos, de un considerable tamaño.

Pétalos que se difuminaban de una deslumbrante tonalidad roja y se esparcían por los bordes del grifo, seguidos de pequeñas manchas del mismo color. Kenma contuvo la respiración mientras veía, consternado, los rastros de su propia sangre. Abrió la llave del grifo apenas pudo, desesperado por borrar de su mente lo que acababa de anticipar. Habrían pasado minutos antes de que el agua se llevara todo. Sus ojos fueron hacia el espejo, sin encontrarse con nada más que su débil reflejo dibujado en él, su respiración se acelera aún más, abandonó el baño en cuanto vio un hilo de sangre corriendo por su barbilla.

—Kenma, ya es la tercera vez que vomitas. — La voz de su madre parece retumbar por la sala. El rubio no puede verle a la cara, pero puede adivinar que está preocupada. —¿No te tomaste el té de hierbas?

—Estoy bien. No vomité.

—¿Se puede saber donde vas?

—A la casa de Kuroo. – Apenas responde antes de huir hacia la puerta. —Tengo que... Tengo que verlo.




—¿Quién es?

—Soy yo, Kuroo. Ábreme.

El nombrado sonrío entre dientes a través de las vendas. —Que pena. No conozco a ningún 'yo'.

—Déjame entrar. — Kenma golpea la puerta, irritado, antes de regresar al estado de antes. Kuroo lo escucha toser de una forma horrible. —Necesito... Verte.

Abre la puerta, pero se sobresalta al sentir un peso en su hombro y dos brazos atrayéndolo hacia él bruscamente. Las manos de Kozume se agarran a su ropa cómo si su vida dependiera de ello y su cara esta hundida en él, debajo, puede percibir su respiración errática.

—¿Kenma?

—... — Éste hipa, poniendo su lengua en el paladar y parpadeando rápido para no llorar, no quiere llorar, no ahora, se aferra a su mejor amigo cómo si soltarlo significara desaparecer. Kuroo no tarda en notar cómo su respiración se volvía más feroz. —Era sangre, allí había sangre. Ayúdame, por favor.

FragilidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora