12.

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Estaba en duda sobre si era por la fiebre que le acongojaba desde la mañana, en cualquier caso, no le importaba, el resultado era el mismo. Y aunque el clima era nublado, se podía percibir un calor insoportable dentro de su pequeño cuarto. Miró el termómetro por última vez, antes de envolverse en las sábanas. Bañado en transpiración y vergüenza, soltó un alarido de dolor, sus ojos ardían cómo nunca.

Maldijo ese día en que Kuroo entró a su corazón y mente sin permiso. "El amor es para los tontos" solía escuchar esa frase constantemente de su madre, cuando ésta creía que su hijo único dormía, mientras que ella hablaba por teléfono con sus amigas. Kenma pensaba que ella sólo estaba consternada por un matrimonio que terminó mal. Dentro de su cama, repasa los recuerdos de la alegre mujer que lo crío hasta el presente, recuerda su estado poco después de la separación, de repente, se siente condenadamente deprimido.

Era demasiado pequeño para entenderlo del todo, pero al llegar a la adolescencia concluyó que la gente era sencillamente complicada, ¿para qué gastar su energía pensando en eso? A Kenma no le gustaban los chicos, por supuesto, en realidad, las personas le molestaban. A la mierda las niñas, con sus cambios de humor e incapacidad de hablar directamente, y que se mueran los niños, con sus mentes cerradas y su superficialidad, a la mierda los adultos, porque los adultos eran estúpidos y nunca entendían. A la mierda todos y cada uno, lo que él quería era ser él mismo.

"Cuatro días jamás se habían sentido tan largos" pensó. El tiempo no estaba a su favor. Nada parecía estarlo. Una punzada de dolor lo molestó. La fiebre estaba empeorando. Dormir no resolvería los problemas. O quizás sí.

Unos golpes a la puerta lo sacudieron.

—¿Kenma? ¿Estás despierto?

—¿Eh?

Era su propia mamá, la mujer que rara vez se encontraba presente dentro de casa había regresado con la buena noticia de que se quedaría durante todo el mes. Por alguno que otro motivo, el niño rubio no terminaba de sentirse feliz en absoluto.
—Oye, Kuroo vino aquí, dijo que quería estar contigo un rato. Le dije que estabas enfermo, pero...

¿Qué?

¿Qué?
No puede ser.

Al otro lado de la puerta se encontraba la mujer mayor, frunciendo el ceño. —Ten cuidado, Kuroo, que ha estado muy raro éstos días, al menos desde que llegué.

Kuroo sólo pudo asentir en acuerdo. La frase le había dejado con un sabor amargo, no quería estar completamente seguro pero era bastante predecible que era lo que estaba sucediendo adentro. Aún así, no vaciló a lo que venía. —Será corto. Sólo quiero saber cómo está.

En la habitación, Kenma oía el diálogo en completo silencio. Oía una voz apagada, similar a un eco. Sabía perfectamente de quien era.

—Sabes que puedes quedarte todo el tiempo que quieras. Debe ser duro lidiar con eso y pasar el tiempo sólo. — La madre sólo sonrío de manera gentil por ultima vez, antes de dejarlos sólos.

Kuroo se adentró al cuarto con torpeza, agradecía infinitamente que la puerta no tuviera cerrojo para ahorrarse las molestias.

Oscuro. Siempre oscuro. Podía predecir que todo el cuarto estaba desordenado, sus tobillos se enredaban de cuando en cuando con lo que parecía ser ropa, papeles, bolsas. La carencia de ruido lo comienza a volver cada vez más, más ansioso. No es capaz de verle, pero sabe que está ahí, probablemente con las cejas fruncidas. Dentro de su cabeza retrata dos ojos del color del cielo al amanecer. Ríe, o al menos lo intenta, porque sólo le sale un bufido.

—¿Estás despierto?

El chico rubio se incorporó sin hacer ruido dando unos pasos hacia la ventana, miró largamente a una maceta en donde crecían semillas de tulipanes, una estaba floreciendo maravillosamente, pero la otra pareció marchitarse en el proceso. Kenma la arrancó para comenzar a regar los restos que quedaban.

FragilidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora