Cuando Sophia despertó de su letargo, se sentía en extremo confundida, mareada y por sobre todo atontada, como si hubiese estado sometida a drogas durísimas durante un largo tiempo. La máquina estilo sarcófago donde descansaba durante el viaje se abrió de forma automática, entre siseos de descompresión, y en cuanto abrió los ojos tuvo que levantarse enseguida, para vomitar a un lado. La cabeza le estallaba en un profundo y agonizante dolor, y el hecho de enfocar la vista en un punto fijo le requería un sacrificio brutal.
Observó a su alrededor, viendo que más allá de la sala de controles se podía ver el vasto y uniforme vacío cósmico, extendiéndose por delante como una masa plagada de puntos brillantes y cúmulos de galaxias lejanas. Los Negumakianos que aún se hallaban despiertos estaban afanados en tareas que ella no conocía, iban de aquí para allá, manipulaban algunos controles en la transparente cabina, y charlaban entre sí, mientras que ayudaban a los que aún continuaban despertando. Al instante, uno de ellos se acercó a Sophia, y al levantar la cabeza le vio detenidamente. Era Agorén, el cual pudo reconocer por las marcas en su cuerpo que ella misma le había dibujado, tiempo atrás. La tomó de la mano con sus tres dedos y la ayudó a bajar del aparato.
—¿Estás bien? —Le preguntó, viendo el pequeño charco verdoso que había en el suelo.
—Sí, gracias... Me siento muy mal, la cabeza me duele mucho...
—No te preocupes, es normal. Nunca antes has viajado en esto, y las primeras veces son muy incómodas. Todos hemos pasado por lo mismo —Le dio un abrazo en cuanto la tuvo cerca, y añadió: —Ya estamos cerca de casa.
—Muero de ansias por conocer tu planeta.
—Nuestro —dijo, corrigiéndola. La ayudó a vestirse con su túnica blanca y entonces la condujo hacia la cabina de control, donde el infinito y profundo universo se podía ver tan cerca que hasta daba vértigo. En ese momento, otro Negumakiano se acercó a Agorén.
—Estamos próximos a entrar en el sistema solar de Negumak, señor.
—¿Cuánto?
—Tal vez unos kuulteen o kuultre ugaanusk, señor.
Sophia le entendió perfectamente, en aquel cuerpo nuevo ya no necesitaba la traducción mental de Agorén. Aquel ser había dicho que se hallaban a unos treinta o treinta y tres lunas.
—Inicien la aceleración compensada, y estabilicen el campo gravitatorio de la nave. Haremos el descenso en Kantaaruee.
Durante todo el camino, Sophia no se movió un solo segundo de la cabina de control de la nave nodriza, viendo todo completamente fascinada. Al divisar el sistema solar, no pudo ver cuántos planetas totales tenía, pero sí pudo apreciar uno muy lejano, de un intenso color entre rojizo y amarillo, y por fin, a Negumak acercándose progresivamente en su rango de visión. Le parecía hermoso por completo, era del tamaño de Júpiter, y de un color verde aceitunado. A su alrededor tenía tres lunas bien diferenciadas entre sí, que parecían rodear el planeta en diferentes órbitas, algo que le hizo recordar a un gigantesco átomo con sus protones y neutrones.
—Wow... —murmuró, casi boquiabierta. —Es bellísimo, y extraño. ¿Qué es el sitio donde vamos a bajar?
—Kantaaruee es uno de los diez puertos principales de aterrizaje del planeta, donde se asienta la ciudad que lleva su mismo nombre. Verás que te va a gustar.
Y efectivamente, así fue. Pasaron por el medio de dos lunas, pusieron manos a la obra en los controles para dirigir la nave hacia el sitio indicado de aterrizaje, y en pocos minutos ya estaban descendiendo hacia Kantaaruee. La estructura de aterrizaje era enorme, conformada por un gran valle de proporciones gigantescas construido directamente en el suelo del planeta. Las edificaciones que había cerca, lo que Sophia podía suponer que cumplían la función de hangares, eran de un material desconocido para ella, una extraña roca negra, pulida y brillante, adornada con ribetes y bordes en dorado y azul. Aquella construcción no tenía puntas filosas, sino más bien que todo parecía estar montado de una sola pieza, con bordes abovedados y detalles que mezclaban lo majestuoso con lo futurista.
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La última guerra
FantasyAtrás ha quedado la invasión a la Tierra, y también su propio pasado. Sophia Cornell vive feliz junto a Agorén, su fiel compañero, y Ghodraan, su primer y único hijo. Aires puros, aguas cristalinas, tradiciones nuevas que descubrir y por sobre todo...