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Ghodraan, mientras tanto, se aburría en aquel aposento. A decir verdad, se aburría en su vida, a niveles generales.

Dio por enésima vez una rápida mirada al recinto de piedra, y su mano derecha acarició el brazo escamoso. Quería ser como su padre, un increíble guerrero y un Negumakiano respetado, pero se sentía muy distante de ello. En su lugar solo era un híbrido, un medio humano sin haber conocido jamás el planeta de su madre y un Negumakiano a medias.

Dando un suspiro, ajustó el nudo a la cintura en su túnica celeste, y salió de la casa de piedra sin rumbo fijo. Necesitaba aclarar sus ideas, sentirse un poco en paz consigo mismo, y caminaba sin mucho afán, mientras a sus oídos tremendamente sensibles llegaban los sonidos lejanos de los transportadores aéreos, o las aves en los árboles. Sin embargo, más pronto que tarde llegó a uno de sus lugares favoritos: un frondoso bosquecillo natural, ubicado en la zona más al oeste de la ciudad. Le encantaba porque allí no iba casi nadie, a excepción de unos pocos Negumakianos jóvenes que estaban esperando el reclutamiento de las Yoaeebuii, y se reunían cada dos por tres bajo las sombras de los frondosos y altísimos árboles, a charlar y teorizar sobre las misiones a las que serían enviados cuando tomaran su puesto en los ejércitos.

En cuanto llegó, Ghodraan se sentó entre los céspedes altos y se dejó caer de bruces hacia atrás, estirando los brazos cuan largos eran. Su mirada se enfocó entonces en las ramas gruesas y frondosas de los árboles que parecían entrelazarse unas con otras a muchísimos metros por encima de su cabeza, A lo lejos, sus oídos captaron voces, una charla no muy alta, pero perceptible. Y por un momento maldijo a quien fuese que estuviese allí en aquel momento, perturbándole lo poco de tranquilidad que estaba intentando encontrar. Prestó atención, entonces, y se dio cuenta que eran tres voces diferentes, dos machos y una hembra. Luego uno de ellos se alejó gradualmente, hasta que solamente quedaron dos voces. Con extrañeza, notó que parecían discutir.

Dando un resoplido de fastidio, se irguió para quedar sentado entre la maleza y miró hacia adelante, tratando de atisbar donde se encontraban. A unos cien metros, los pudo distinguir, de modo que se levantó y caminó a paso rápido hacia donde se encontraban. El macho, un Negumakiano con capa gris —señal que era un recluta de las Yoaeebuii—, parecía discutir acaloradamente con una Negumakiana un poco más baja que él, de túnica blanca. No entendía por qué estaban peleando, pero al parecer ella le recriminaba algo a él, algo que negaba profundamente.

A una distancia prudente, Ghodraan se detuvo para observarlos mejor. No quería ser visto, no aún, pero también necesitaba estudiar el panorama. ¿Serían pareja? Se preguntó. No lo creía, era extraño si lo eran, ya que bien sabía que desde hace muchos cientos de años las relaciones afectivas entre los Negumakianos no existían, como bien le contaba su padre desde que era pequeño. Sin embargo, ellos parecían actuar diferente.

Pero algo ocurrió sorpresivamente, que le hizo entrar en alerta. La Negumakiana se giró, negando con la cabeza, pero antes de que se marchara el otro la tomó del brazo, atrayéndola hacia sí. Una exclamación de dolor salió de la boca de la Negumakiana en cuanto le jaló con brusquedad, y entonces todo el cuerpo de Ghodraan se tensó al escuchar aquello. Sin pensar en las consecuencias, volvió a emprender la marcha hacia ellos, pero a paso más rápido esta vez.

—¡Eh, tú! —exclamó. Ambos se giraron a verle en cuanto le escucharon, aunque él no dejo de acercarse a ellos.

—¡Que quieres engendro! —Le insultó el Negumakiano. —¿Nos estabas espiando?

—Es imposible no oír su discusión. ¿Por qué la maltratas? ¿Qué te hizo? No debes hacerle daño.

—Deberías meterte menos en cosas que no son de tu importancia. Un día puedes encontrarte un problema, engendro.

La última guerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora