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Sophia no había apartado la vista del cielo desde que Agorén había emprendido su tarea. Había visto los destellos de luces en las explosiones —muy pequeños pero perceptibles aún a esa distancia—, aunque no sabía diferenciar si eran naves aliadas o enemigas. Imaginaba que eran las naves invasoras, ya que para que el efecto lumínico se pudiese ver aún desde el planeta, debían ser gigantescas.

En cuanto las naves de combate Negumakianas comenzaron a cruzar la atmosfera, junto con las naves negras y triangulares de los zorgonianos, Sophia emprendió rumbo hacia los puntos de aterrizaje para esperar ver llegar a Agorén. A su lado la acompañaba Ghodraan, evidentemente, junto a Kiltaara. Aunque la noche se hallaba bastante templada, lo cierto era que Sophia temblaba como una hoja al viento, producto del miedo y la preocupación. Las horas se le habían pasado muy lentas, tanto que incluso había llegado al punto de desesperarse, caminando de aquí para allá en el interior de la casa de piedra. Ahora que por fin estaban regresando, sentía que cada instante se volvía eterno.

Las naves comenzaron a descender. Muchas estaban dañadas, podía verlo aún a simple vista, pero a medida que sus compuertas lumínicas se abrían y descendían los ocupantes, eran atendidos por los sanadores que se hallaban cerca, generales de las Yoaeebuii y los Negumakianos a cargo de los informes de combate, quienes llevaban un racconto de todo lo que había sucedido. Sin embargo, no había rastro de Agorén. No podía ver su nave, tampoco lo veía descender entre los Negumakianos. Miraba en todas direcciones, buscando su cabellera rubia entre las pieles escamosas de los soldados, pero no lo veía.

—Él no está con ellos... —murmuró, sintiendo que comenzaba a marearse. Los ojos se le empañaron casi enseguida, dos lágrimas se desbordaron y cayeron incontenibles por sus rosadas mejillas. —No lo veo, Ghodraan. ¡No lo veo! ­—exclamó.

—Tranquila, madre... Debe estar en camino aún, no nos apresuremos —dijo Ghodraan, intentando transmitirle seguridad. Una seguridad que él mismo no tenía ni siquiera en sus propias palabras, y como si Kiltaara pudiera adivinar lo que le sucedía debido al temblor de su voz, le tomó de la mano en silencioso apoyo.

Sin embargo, las naves descendieron a tierra durante casi una hora, en las cuales no hubo ni rastro siquiera de Agorén. Sophia vio con horror como la última nave de combate hacía su aterrizaje silencioso, y de ella descendieron todos, menos Agorén. Poco a poco, las capsulas de salvamento comenzaron a hacer su aparición en los cielos. Al ser más lentas que las propias naves de combate, tardaron muchísimo más tiempo en llegar, pero por fin comenzaban a aparecer. Su sistema de aterrizaje era más simple, pero no menos eficiente, de modo que entre siseos y expulsiones de gases, las capsulas tocaron tierra, abriéndose poco a poco.

Finalmente lo vio. En una de los aparatos pudo ver a Agorén salir poco a poco, y entonces sonrió, al mismo tiempo que daba un resoplido ahogado, soltando el aire que tenía comprimido en el pecho. Sin pensarlo siquiera, emprendió una loca carrera hacia allí, esquivando algunos Negumakianos y apartando Zorgonianos por el camino, seguida muy de cerca por Ghodraan y Kiltaara. Al acercarse, pudo comprobar que una costra de sangre reseca y ennegrecida le coronaba parte de la frente y manchaba su mejilla izquierda, pero más allá de eso, parecía intacto. Se abalanzó a sus brazos, y hundiendo el rostro en su pecho, lo abrazó como si la vida dependiera de ello.

Agorén entonces le rodeó con un brazo, cerrando los ojos y dándole un beso en la cabeza, respirando con fuerza el aroma de su cabello rojizo. También se abrazaron a ellos el propio Ghodraan y por último Kiltaara, quien intentó abarcar a todos con sus brazos extendidos. Agorén los contuvo tanto como pudo, feliz de poder verlos de nuevo. En su mente aún continuaban rondando las imágenes de aquella gigantesca flota de naves K'assaries, como un horrendo manto negro de caos, muerte y destrucción, avanzando hacia su planeta. Aún podía ver el resplandor de las explosiones, y por sobre todo, aún podía ver los trozos de Negumakianos y zorgonianos despedazados por mil partes, flotando por el universo, quemados y mutilados. Una imagen que no podría olvidar tan fácilmente.

La última guerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora