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Fue tanto lo que vivió a partir de aquel momento y en los años posteriores, que en la mente de Sophia casi no había recuerdo de su gente, su planeta y mucho menos la raza humana. Para empezar, Negumak es un planeta gigantesco, con una potente masa y con atmósfera de hidrógeno y helio, y pensar en estar respirando aquello le parecía al principio como un sueño sacado de alguna película de Carl Sagan. Sin embargo, en lo que más tardó en acostumbrarse fue en dos detalles bien definidos: el primero de ellos, era que aún con la tecnología tremendamente avanzada de los Negumakianos, las distancias en aquel planeta eran increíblemente grandes, y el simple hecho de viajar de ciudad a ciudad era un proceso que demoraba por lo menos dos o tres días. El segundo, sin embargo, era que el día allí era largo en exceso, casi el equivalente a cuatro días terrestres. Por ende, ahora comprendía por qué aquellos seres no parecían dormir nunca cuando estaban en la Tierra, porque su ciclo de sueño estaba perfectamente acostumbrado a su planeta natal, además que su metabolismo era mucho más lento que el del ser humano en comparación.

Cada treinta y dos años terrestres, Negumak y sus tres enormes lunas daban una vuelta completa alrededor de su órbita, la cual circundaba un sol cinco veces más grande y denso que su viejo y querido sol terrestre, según como ella pensaba. Allí, lo que ella consideraba "Festividades de año nuevo", eran una autentica algarabía. El planeta entero se decoraba para la ocasión, enredaban filamentos de tecnología biomecánica a los troncos triples de los Akaluaasiee, como denominaban a los árboles gigantescos de aquel planeta, para que brillaran con luces de colores. En los aposentos del pueblo y los palacios reales, todos comían y bebían a sus anchas. Fabricaban bebidas típicas con o sin alcohol, organizaban campeonatos de cacería entre los negumakianos más aguerridos, en busca de capturar un Eguukunii, un mamífero similar a un bisonte sin pelo, de ocho patas y con una cornamenta de al menos seis metros de ancho. Eran temibles, y en manada eran criaturas realmente peligrosas, pero quien cazara a uno de ellos era reconocido por todo ese año como un Akiaagara, lo que en idioma terrestre significaría "Quien venció la gran bestia". Aquel animal, una vez cazado, era faenado y compartido con los miembros más importantes de la ciudad, mientras que el cuero era utilizado como decoración en el aposento de su cazador.

Después de su llegada, al segundo año de vivir allí, Agorén se enlistó en una cacería y para su fortuna, logró darle el golpe mortal al Eguukunii tras todo un día de persecución. Al volver a la ciudad de Kantaaruee, repartió la carne y la grasa del animal con los generales más cercanos de las Yoaeebuii, con el Alto Rey y con algunos de los aposentos cercanos al suyo. El pelaje y el cuero de aquella bestia era grueso y confortable, de un color amarronado claro como la miel, y tan bello se le antojaba a Agorén que en lugar de adornar sus paredes de piedra con él, decidió ponerlo como una gran manta encima de la cama donde dormía junto a Sophia.

Tres años después de aquello, Agorén comenzó a prepararse para iniciar el viaje hacia la sede intergaláctica del Concejo de los Cinco —próximamente seis—, para hablar con los líderes supremos y unificar a la raza humana como miembro colaborador. Sophia no quería volver a someterse al letargo de un viaje como aquel por segunda vez, pero entendía que tenía que hacerlo, porque así era la última voluntad de Ivoleen y así Agorén le había prometido, a su rey y su padre, que le cumpliría con lo acordado.

La odisea de incluir a la raza humana en el Concejo de los Cinco no fue fácil. No solo por el viaje, el cual requería cruzar un agujero de gusano, más conocido por Sophia como "Puente de Einstein – Rosen", sino por el hecho de que los líderes de la unión galáctica no estaban muy de acuerdo a la idea. Su argumento para ello, era que no conocían el nivel evolutivo de la raza humana hasta el momento, como para que fuese capaz de participar en algo tan importante. Se cuestionaban si tendrían la tecnología necesaria para hacer viajes cósmicos de gran amplitud, en ayuda de otras especies más vulnerables, y también dudaban si tendrían la moralidad para ello. Agorén, sin embargo, defendió a capa y espada el último deseo de Ivoleen argumentando enérgicamente con aquellos seres de formas tan dispares uno con el otro, en una asamblea que a Sophia le pareció interminable. Finalmente, intento hacerles entrar en razón haciéndoles ver que Sophia estaba allí, era una humana que había cambiado su vida completa por ayudarle, y ella era la prueba viviente de que los humanos merecían pertenecer a la alianza.

La última guerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora