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Agorén llegó al palacio del Alto Rey Miseeua minutos después. Dejó el aerotransportador apagado a un lado de la entrada, bajó del mismo y comenzó a subir las escalinatas hacia la portería de piedra. Dos soldados le interrumpieron el paso, interponiéndose delante.

—Necesito hablar con el Rey—indicó.

—Un momento —dijo uno de ellos. Se giró hacia el interior del edificio de piedra negra, y un buen rato después, volvió a salir haciéndole un gesto a su compañero—. Déjalo pasar.

Ambos se apartaron de la puerta, volviendo a su posición original y mirando al frente. Agorén entonces ingresó al enorme salón de piedra adornado con relieves, y haciendo eco con sus pisadas encima de la piedra. A los lados de la enorme sala había estatuas de piedra a tamaño real con cada uno de los Altos Reyes que habían pasado por aquel sitio, desde la fundación de Kantaaruee hasta la fecha. La de Miseeua aún no se había erigido, ya que por lo general, se hacía luego de la muerte. Caminó admirando cada una de ellas, incluida la decoración del lugar —algo que siempre hacía no importando la cantidad de veces que entrara en aquel sitio—, subió hacia los recintos superiores, y en cuanto llegó al salón real se detuvo frente al trono de Miseeua. Apoyó los dedos índice y medio encima de la frente, y reverenció con sutileza.

—Arjuukee, necesito hablar con usted. En privado a ser posible —dijo, haciendo alusión a los guardias reales apostados a cada lado del trono.

—Ven conmigo, Agorén.

Miseeua se levantó de su asiento, apoyado en su bastón resplandeciente, y caminó hacia una de las tantas salas interiores del palacio, ubicada detrás del trono, mientras era seguido de cerca por Agorén. Al llegar a la pequeña recamara, se acercó hacia una estufa tallada dentro de la misma pared de roca, donde unos pocos leños estaban dispuestos como una pira en miniatura. Golpeó dos veces con la base del cetro en el suelo de piedra, y los leños se encendieron casi de forma instantánea, buscando entibiar el recinto. Solo en aquel momento le hizo un gesto a Agorén, para que ambos tomaran asiento alrededor de una mesa de roca blanca, similar al mármol, que contrastaba con todo a su alrededor.

—¿Va todo bien con las defensas? —preguntó Miseeua.

—Sí, mi rey, no es por eso que necesito hablarle.

—Dime, entonces.

—Mi hijo, Ghodraan... Acaba de tener un altercado con Kurguunta. Le ha amenazado con mi espada, he tenido que intervenir para que no pase a mayores, pero temo represalias para mi hijo —respondió. Miseeua lo miró sin comprender.

—¿Y eso por qué ha pasado?

—Él salió al bosque ubicado tras mi aposento, se llevó mi espada, aparentemente para entrenar sus movimientos. Cuando volvió, al poco rato Kurguunta se presentó en la puerta de mi propiedad, arrastrando a su hija del brazo. Ella tenía forma humana, y él recriminaba que Ghodraan se estaba vinculando con ella, al parecer. Mi hijo perdió el control cuando escuchó que Kurguunta planeaba enviar lejos a su hija, tomó mi espada y le amenazó con ella —explicó, con el ceño fruncido. Tener que detallar todas esas cuestiones no le gustaba en lo más mínimo, pero no tenía opciones.

—Atacar a un general es malo si uno es miembro de las Yoaeebuii, tú lo sabes mejor que nadie. Pero si además, el atacante ni siquiera es un soldado, es aún peor —dijo el rey. Agorén asintió con la cabeza.

—Lo sé, mi rey.

Agorén asintió con la cabeza lentamente mientras pronunciaba aquello. Estaba preocupado por su hijo, no podía evitarlo.

—Sin embargo, Kurguunta se presentó con hostilidad en tu aposento privado. ¿No?

—Así es. Insultó a mi hijo, y maltrató a Sophia. Le dijo que ella no debería estar en este planeta, y trató a Ghodraan como un engendro —aseguró. El rey Miseeua hizo un chasquido con la mandíbula escamosa.

La última guerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora