2

15 3 12
                                    

Mientras tanto, en Negumak las cosas eran muy diferentes.

Ghodraan y Kiltaara permanecían mucho tiempo juntos. Ella nunca había utilizado una espada antes, y Ghodraan estaba gustoso de poder enseñarle, sintiéndose igual que su padre cuando le estaba entrenando a él. Kiltaara era ágil con ella, aprendía rápido y pasaban la mayor parte del día divirtiéndose de aquella forma, en el patio de sus aposentos, donde en la calma del valle solamente podía escucharse el entrechocar de las espadas de madera.

Sin embargo, y a pesar de que dormían juntos, aún no había tenido lugar ningún contacto íntimo por parte de ambos. A ninguno le molestaba esta situación, al contrario, se conformaban con estar juntos desde otra manera ya que había muchas cosas que no entendían de sus propios cuerpos: compartían besos y abrazos, caricias en la mejilla y en el cabello, y en los momentos en que más rato pasaban besándose, Kiltaara sentía como algunas partes de su cuerpo se ponían muy tibias y húmedas, mientras que a él se le endurecían otras. Por una cuestión de vergüenza más que por otra cosa, ninguno de los dos charlaba sobre esto con Sophia. Entendían que era algo normal, algo que quizá les faltaba por descubrir, y aunque no hubiese palabras de por medio, querían hacerlo juntos cuando el tiempo fuera el indicado.

Y el tiempo llegó, por fin, de la forma en que ninguno de los dos se lo hubiera imaginado. Aquella tarde, luego de que Ghodraan estuvo jugueteando con Kiltaara y las espadas de madera, decidieron darse un baño juntos, nadando en un lago cercano a Vietaikaa el cual era el preferido de ambos, por sus aguas cristalinas y casi termales. Quizá fue gracias a la luz del atardecer que parecía inundarlos de felicidad, como si la propia naturaleza estuviese previendo lo que venía a continuación, tal vez fueron las caricias y los besos que se brindaron desnudos bajo el agua, o tal vez lo que ocurriría después. Lo cierto era que ninguno lo sabía, y a veces, podían entender que los caminos de Woa eran desconocidos.

Una vez salieron del agua, se secaron colocándose las túnicas por el cuerpo, y por encima de ella, Ghodraan se vistió la armadura y se calzó la espada a un lado de la cintura, como muchas veces le había visto hacer a su padre. Kiltaara lo miró con una sonrisa divertida, mientras el cabello rubio le caía en mechones goteantes por encima de los pechos.

—¿Algún día abandonarás tu armadura y tu espada aunque sea por un rato? Debe ser incómodo para ti andar con eso puesto continuamente —dijo.

—Lo prefiero así, al menos hasta que no sepamos que pasará con la invasión —Ghodraan hizo una pausa, pensativo—. O con tu padre.

Como toda respuesta, Kiltaara se acercó a él, le apoyó las manos en el pecho metálico de la armadura y le besó los labios con delicadeza.

—No pienses en eso, imagino que mi padre ya habrá asumido que he tomado una decisión. Han pasado varios días y no ha vuelto a molestarnos.

—Lo sé.

—Lo sabes, sin embargo, aún continúas pensando en ello, puedo leerlo en tu rostro y en tu tono de voz. ¿Por qué no vamos al bosque un rato? Me gustaría estar un ratito allí contigo —pidió.

—Vamos, entonces —Sonrió él.

Tomó de la mano a Kiltaara y ambos emprendieron el camino sinuoso entre las rocas y la arena que bordeaba el lago natural, hasta que poco a poco la vegetación fue haciéndose más intensa, dejando entrever el camino que conducía hacia el bosque donde tantas veces Ghodraan había pasado tiempo en solitario. Al llegar, momentos después, el sol comenzaba a caer poco a poco para darle paso al anochecer, y en breve deberían volver a la casa. Sin embargo, nadie tenía prisa. La noche estaría templada, las lunas de Negumak se verían con claridad en el cielo despejado y planeaban disfrutar del paisaje tanto como fuera posible. Una vez dentro del bosque, Kiltaara sonrió.

La última guerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora