Durante toda la noche, Negumak resistió.
Las naves K'assaries poco a poco fueron cayendo, al igual que las gigantescas naves nodrizas. De los cañones de plasma que resguardaban la ciudad, solo uno se mantenía aún en pie. Alrededor de Kantaaruee, el campo de batalla era un espectáculo desolador. Los cuerpos de los caídos, tanto de los ejércitos de las Yoaeebuii como de las razas aliadas, yacían en el suelo. Muchos estaban quemados, otros desmembrados debido a las bestias enemigas, testimonio de la masacre en aquella madrugada. El aire estaba impregnado de un olor acre, mezcla de sangre y humo debido a las incontables naves destrozadas, regadas por doquier. El sol comenzaba a salir lentamente en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos rojizos y dorados mientras la batalla continuaba entre tanta destrucción injustificada.
Hacía bastante ya que había dejado de llover, aunque tanto Agorén como todos los que aún permanecían con vida seguían empapados. Su rostro era una máscara negra de fango y sangre reseca, tanto ajena como propia, ya que se encontraba extenuado y herido. La mordida en su cuerpo no había dejado de sangrarle y le costaba mucho esfuerzo mantenerse en pie, debido a la herida en su pata. Sin embargo, no dejaba de combatir, blandiendo la espada con presteza sin importar lo desolador que pareciera el panorama. Jadeaba agitado, y cuando caía al suelo, luchaba por arrastrarse durante unos momentos entre el barro y los restos de cadáveres, para ponerse nuevamente en pie y continuar atacando. Había perdido el guantelete, de modo que muchas veces golpeaba a puño limpio haciéndose daño contra la dura coraza de los K'assaries, pero no le importaba. Aunque sus manos sangraran hasta los huesos, no caería de rodillas, pensaba una y otra vez.
Sophia, por su parte, hacia muchísimo tiempo que se había quedado sin flechas. No tenía una espada, tampoco tenía rifle, pero se había abierto camino entre el fragor de la batalla hasta una de las naves Negumakianas derribadas. Utilizando el propio arco como una porra, golpeaba con las palas del mismo tanto como podía, hasta que por fin entre los restos de la nave pudo encontrar un rifle de antimateria con algunas cargas sin usar. Estaba agotadísima, y producto del cansancio, muchas veces se tropezaba entre los cadáveres llenos de tierra y fango cayendo de bruces encima de ellos. Ghodraan, mientras tanto, continuaba luchando de forma increíble, aunque estaba en peor situación. Quizá fuera por su desventaja en estatura, o porque quizá, no tenía la misma capacidad que otro Negumakiano natural, pero lo cierto era que se encontraba cada vez peor.
Su armadura estaba desgarrada en muchos sitios, al igual que casi la totalidad de Negumakianos que aún quedaban con vida. Desde su hombro derecho hasta la mitad del tórax tenía una laceración bastante prominente, producto de las garras letales de un K'assari, que por poco no le alcanza la yugular matándolo al instante. Sangraba también por la parte baja de la espalda, estaba herido en uno de sus muslos, haciendo que cojeara por la pierna izquierda, y de la comisura de sus labios rezumaba un hilillo de sangre, indicando alguna hemorragia interna. Sus golpes con la espada eran cada vez más lentos, y como si Agorén pudiera sentir dentro de sí mismo la angustia que sentía su hijo al verse abatido, giró a verlo. Ghodraan acababa de apuñalar por el vientre a un K'assari, derribándolo, pero una segunda bestia dio un potente salto y lo embistió por la izquierda.
Agorén corrió tan rápido como pudo. Escuchó un grito, y entre el tumulto vio como la bestia abría las fauces para morderle la cabeza. No llegaría a tiempo, pensó, y como simple acto reflejo levantó la espada y la arrojó de forma recta hacia el K'assari. El golpe fue certero, justo a tiempo. La hoja de la espada entró limpiamente por la parte trasera del cráneo y asomó por la mandíbula abierta de la criatura, ejecutándola al instante y llenando de sangre y materia el rostro de Ghodraan, que estaba debajo. Con esfuerzo, apartó el cadáver a un lado, mientras Agorén volvió a tomar su arma por la empuñadura en cuanto llegó a él. Con la mano libre, lo ayudó a ponerse de pie.
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La última guerra
FantasyAtrás ha quedado la invasión a la Tierra, y también su propio pasado. Sophia Cornell vive feliz junto a Agorén, su fiel compañero, y Ghodraan, su primer y único hijo. Aires puros, aguas cristalinas, tradiciones nuevas que descubrir y por sobre todo...