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Una semana transcurrió luego de aquel incidente, y tanto para Ghodraan como para Sophia, fue la semana más larga de sus vidas.

A ella le preocupaba el estado de su hijo, no iba a negarlo. Apenas comía, pasaba las noches en vela y durante el día, no hacia otra cosa más que sentarse afuera con su espada entre las manos como si estuviese esperando algo que solamente él entendía. Había dejado de sonreír, había dejado de hablar, y cuando Sophia no lo veía, lloraba a escondidas. Ella no era tonta, podía oír sus sollozos desde adentro, pero no le decía nada.

Todos los días visitaba a Kiltaara en las prisiones. Ubicadas en los niveles subterráneos de la ciudad, se asemejaban más a una enorme catacumba que a una celda de castigo. Sin embargo, y a pesar de que toda la enorme instalación se encontraba bajo tierra, no era un sitio oscuro y lúgubre, sino más bien perfectamente iluminado. Construida en piedra blanca y luminiscente, los pasillos donde se encontraban las celdas eran largos y anchos, perfectamente podían caminar cinco guardias uno al lado del otro con comodidad, y las prisiones tenían lo mínimo y necesario para retener allí a cualquier Negumakiano. Una maquinaria donde poder hacer las necesidades básicas y una cama ergonómica con levitación magnética donde poder dormir, nada más. La puerta de la misma estaba asegurada por un enorme campo de fuerza translucido y vibrante, controlado por los propios guardias al ingresar a las cámaras subterráneas.

Ghodraan permanecía al menos dos horas acompañando a Kiltaara, charlando en susurros con ella y apoyando las manos en el campo de fuerza, para sentirla un poco más cerca. Ella también acercaba las manos, tocando aquella luz invisible y sonriéndole tanto como podía, pero lo cierto era que emocionalmente estaba devastada. Necesitaba sentir el contacto del aire en su piel, necesitaba sentir la luz del sol, pero por sobre todo necesitaba abrazar a Ghodraan, quien se deshacía en lágrimas cada vez que la visitaba, echando en falta su ausencia. Le susurraba que intentaría ayudarla como fuese posible, que haría todo lo que ningún otro Negumakiano había hecho antes por amor, y preocupada por él, Kiltaara intentaba convencerlo de que no tomara riesgos innecesarios, que ya le encontrarían solución a aquel problema. Sabía que Ghodraan era valiente, y aunque lo extrañaba muchísimo, no se perdonaría a sí misma si se perjudicaba solo por ayudarla.

Para Agorén, mientras tanto, la situación no era muy diferente. Mientras esperaba que su tripulación reacondicionara la nave nodriza para el viaje de retorno a Negumak, se sentía como un prisionero dentro de la sede del Concejo de los cinco. Lo cierto era que no quería estar un minuto más allí. Se sentía decepcionado, casi hasta traicionado por los seres que una vez había jurado proteger, y con quienes sus ancestros formaron una alianza que creía irrompible hasta aquel momento. ¿Cómo podía ser que lo dejaran a su suerte, sin más? Se preguntaba una y otra vez. Caminaba por los pasillos del Concejo con el rostro sombrío, sin hablar con nadie, y aunque lo había pensado más de una vez, lo cierto era que tampoco tenía ganas de seguir insistiendo. Negumak era un pueblo que por sobre todas las cosas, tenía orgullo, y no andaría rogando por un poco de apoyo.

Con las manos a la espalda, observaba a través de uno de los enormes ventanales hacia el resto de la estructura tecnológica, junto con el inmenso y vacío universo al fondo. Le encantaba admirar aquellos paisajes, le generaban una sensación de calma increíble y gratificante, algo que ahora necesitaba más que nunca. Lo único que quería hacer en aquel momento era salir de aquel sitio, volver a su planeta, y tomarse un merecido tiempo para idear una nueva alternativa de defensa. No había demasiadas opciones, o al menos eso suponía. El Concejo ya había dado su veredicto, no podía hacer más nada que aceptarlo, y pensar en aquello lo único que lograba era hacerle sentir cada vez más impotencia. Podía intentar hablar de forma individual con los líderes de cada planeta, ¿pero de qué servía? Quizá podría detener la invasión si alguno le brindaba tropas, pero luego tendría que ser sometido a juicio galáctico por desobedecer una orden directa de los líderes del Concejo. Y lo cierto era que aún tenía intenciones de seguir con vida.

La última guerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora