Capítulo 7

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Las horas habían pasado muy rápido, ya era lunes, 7:00 a. m. faltaba media hora para que empezaran mis clases. Pero lo que en realidad me había despertado eran los gritos de mi madre y mi padre que al parecer estaban discutiendo de nuevo. Me arreglé de rapidez y salí a desayunar.

—Es lo que tú quieres, no ella.

—Tú no sabes lo que ella quiere, o acaso ya se lo preguntaste, ya te dijo que no.

—No necesito preguntarle nada, con solo verla sé que eso no es lo que ella quiere.

—Buenos días. Me acerqué a mi padre para darle un beso.

—Buenos días, cariño. ¿Cómo amaneciste?

—Estoy bien, un poco cansada.

—Aún con sueño, hija. Si deseas puedes seguir durmiendo.

No entendía nada, mi cara era de total desconcierto. Me asusté cuando la voz de mi padre resonó en mis oídos.

—Basta, ya basta. Bastante amargura cargo con el hecho de estar sentado en esta maldita silla y no poder caminar, como para permitir que tú hagas que la vida de mi hija sea un infierno.

Yo estaba helada, nunca había visto a mi padre tan enojado, y mucho menos gritarle a mi madre.

Mi madre no se había inmutado para nada, se veía tranquila, con esa seguridad que solo yo podía saber la razón. Ella no iba a perder, ella sabía que yo iba a hacer lo que ella quería.

—No entiendo nada—Fueron las únicas palabras que salieron de mi boca.

No pasaron ni dos segundos cuando la mirada de mi madre ya estaba puesta en mí.

—Hace algunos meses había enviado una carta al convento de las hermanas Galeís y hace una hora después de haber esperado tanto tiempo, por fin han respondido, Itzaé. Te han aceptado, hija. 

Sentí como un frío me atravesó el cuerpo y mi corazón se quería salir de mi pecho, quería gritar y llorar al mismo tiempo.

—¿Es lo que quieres, mi Itza?

Después de haberle suplicado por días para que me perdonara, recuerdo cuando se paró frente a mí y con una mirada fría me preguntó, ¿Estás tan arrepentida que estarías dispuesta a internarte en un convento para convertirte en monja, Itzaé? Pasaron varios minutos sin que dejáramos de mirarnos fijamente sin decir una palabra, hasta que mi madre se marchó. 

Yo no quería que mi padre se sintiera decepcionado de mí, de su niña. Aunque él había dicho que el accidente no fue culpa mía, que él iba manejando a muy alta velocidad y que por ir discutiendo con mi madre había perdido el control del vehículo… Yo no dejaba de sentirme culpable. Si yo no hubiera estado haciendo…, si tan solo yo no lo hubiera hecho…

—Sí, padre, es lo deseo con todo mi corazón.

LA ÚLTIMA LUZ DEL DÍADonde viven las historias. Descúbrelo ahora