Capítulo 11

9 4 6
                                    

Harlán:

No podía creer lo que veían mis ojos, yo sabía que a esa chica la había visto antes pero no recordaba dónde, hasta que llegué a la dirección que me habían dado, volví a ver la foto y recordé de inmediato.
Que culpa tenía ella de lo que se suponía había hecho su padre. Sus palabras aún retumban en mi cabeza, si es cierto que sigues siendo el mismo muchachito que trajeron aquella tarde para que le diera trabajo quiero que me lo demuestres, si quieres seguir siendo mi mano derecha entonces harás lo que te pida. Tráeme a esa ojos de perra. Ya me habían dicho la hora de entrada y salida de la universidad  a la que iba, pero ya se estaba haciendo tarde y todavía no había llegado, ya llevábamos rato esperando, y para mi maldita suerte yo tenía las llaves de su casa. Hasta que la vi llegar pero no llegó sola, había llegado… esto no podía estar pasando.

Un día después de esa fiesta la había estado siguiendo, ya sabía dónde vivía y la universidad a la que iba, me preguntaba si podrían ser amigas, o quizás hermanas, compañeras o primas… Se veía tan hermosa con un jean y una sudadera que tenía un estampado de un atardecer tan bello como sus ojos.

—Te dan miedo las princesas, mi rey

—¿Qué esperas?, es ahora o nunca.

Jamás había tenido tanto miedo de hacer algo como esto, lo había hecho tantas veces, había ayudado a llevar a tantas chicas pero ahora…, pero ahora estaba ella ahí.

—Qué esperas pendejo.

No lo podía creer, en serio. Habíamos caminado más de dos horas por todo el centro comercial y nada le gustó, nada. Estábamos en su casa, al final escogería algo de su armario y de nuevo yo tendría que hacer parte...

Llevábamos varios minutos intentando abrir la puerta y nada que abría.

—Nada, Zú no contesta—. Y ya le marcaste a Paulo—. Sí, pero sale apagado.

Lo único que sentí fue un fuerte dolor ocasionado por un golpe que me habían dado y todo se volvió oscuro.

—A ella no, déjala, el jefe solo quiere a esta—. Hace rato que no nos divertimos, no seas amargado—. malditasea que la dejes.

—Nos van a ver, suban ya al carro.

En ese momento… no, no sabía cómo explicar cómo me sentía, mis ojos no dejaban de verla, ahí tirada se veía tan frágil, tan vulnerable.

—No la toques —fue lo único que él pudo decir cuando Claudio intentó meter la mano por adentro de la sudadera que llevaba puesta la mujer inconsciente—. ¿Y a ti que mierda te pasa, o es que te la estás cogiendo?—. Yo sigo ordenes y traerla a ella no hace parte de lo que me pidieron—. Relájate hermano, cuando te la estés cogiendo no dirás lo mismo —fueron las palabras de aquel hombre alto que tenía tatuado un arma en su mano izquierda—. Ya escuchaste a Claudio, relájate que estás muy alterado —dice Nicolás, un hombre de baja estatura pero cuerpo muy definido, piel blanca y unos ojos azules, tenía el cabello con algunos mechones grises.

Cuando entramos a la casa se escuchaban unos gritos y solo podía imaginar lo que le estaban haciendo a esa persona.

—¿Quién es? —pregunta él a nadie en especial—. ¿La de los gritos? —dice Nicolás—. Sí—. Es nada más y nada menos que la hija del que delató al patrón con la fiscalía.

—Y bien rico que el patrón la está recompensando por lo que hizo su papi —dice Vance, y de inmediato empezaron a reírse.

—Pero no igual de rico de lo que nosotros vamos a pasarlo con esta hermosura. Vamos a llevar a esta rubia y después regresamos para llevarnos a nuestro castillo a esta princesa —dice Claudio.

LA ÚLTIMA LUZ DEL DÍADonde viven las historias. Descúbrelo ahora