Capítulo 5

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El Halcón se alzó en vuelo tras las colinas y los edificios de la Dirección. Los paramédicos llevan al Inspector hacia el hospital militar, al otro lado de la ciudad. Mientras eso ocurre, Manfredo observa la escena y luego pide que avisen cuando el paciente despierte, a modo de poder echarle una visita y ver en qué le podría ayudar.

En el portón, los agentes, entre los cuales se encontraban George y Chele, seguían tratando de controlar a la multitud que se aglomeraba fuera del complejo.

"¡Calma! ¡Calma, todo el mundo!"

Un oficial gritaba sobre el techo de la caseta de entrada, valiéndose de un megáfono. George lo miraba desde abajo, esperando que aquel lograra controlar las cosas antes de que tuviese que venir un superior.

"La verdad, compas, no queremos hacerles daño; solo cumplimos con nuestro deber. Por favor, aléjense del portón antes de que se tenga que utilizar la fuerza".

Las personas no parecían obedecer. Ante tal situación, un pelotón comenzaba a formarse en el parqueo tierroso. Alistaban sus escudos, lanzagranadas, latas de gas lacrimógeno y máscaras antigás. Jorge daba vueltas viendo aquel espectáculo.

"Repito: Por favor, aléjense del portón antes de que se tenga que utilizar la fuer-

—Dame esa papada —sobre el techo, parado a la par del oficial, el George tomó el megáfono—. Miren, hijos de puta, ¡se me van ahorita de aquí o los toleteamos como si no hubiese un mañana! ¿¡Oyeron!?

Los gritos cesaron. Los enmascarados rojos se murmuraban cosas entre sí. Los azules se reían.

—Así es —agregó el Chele, parado en el techo de la caseta también. El megáfono le fue dado—. ¡Ya estuvieran quitándose todos ustedes! Como si no nos tuvieran a bomba ya de este relajo. ¡A su casa! ¡Rápido, rápido!

La turba se disipó tras las amenazas impuestas por el dúo. Se murmuraba, lanzaban escupitajos, piedras y demás, pero era ideal alejarse, pues protestar frente a la sede de un comando élite no debió ser siquiera considerado como una idea rentable.

—Y así, amigo —dijo Betancourt con su mano sobre el hombro de aquel oficial—, es como se hace: ¡Sin miedo al éxito!

Todos silbaron y se secaron el sudor producto de la tensión que aquella turba trajo a las instalaciones. Los agentes entraron en bultos a la Dirección, quedando solo el pelotón de antes resguardando el portón. De entre la multitud progresivamente menos densa, un joven varón gritó:

—¡Esa mera, George! ¡Con autoridad!

Y al darse la vuelta los dos guardaespaldas, supieron de quién se trataba.

—¡Raúl, colocho! ¡Ese chingazo de gente odia a su papá! ¡No se vuelva a meter entre ellos!

—Franklin, Franklin... ni saben quién soy. O bueno, aquí frente a ustedes no harían nada, porque sí escuché un par de majes diciendo cosas sobre mí. A saber si querían agarrarme a pija.

—De seguro, y por eso el jefe dejó bien en claro que no debía venir como si nada. Tome precauciones la próxima.

—No le pare bola. ¿Qué tal, George?

—Todo bien, cipote, todo bien. Qué raro que te estuviste tanto tiempo en tu casa.

—Seis horas nada más. Eso es poquito.

—Pues para uno que te conoce, no. Normalmente solo a comer llegás ahí.

—Jej-Sí va. Es que me causa curiosidad todo esto que está pasando. Quiero estar pendiente, principalmente de las decisiones que tome don Manfredo.

La Garza NegraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora