Capítulo 19

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Llegando al final de esta historia, debo salir de la Dirección y contarle un poco sobre el trabajo de Suarez y su equipo en San Pedro Sula.

Transcurrieron tres semanas desde que partieron a misión, y ese último día, el día en que conseguirían al fin evidencia de la relación de los Ayala con Redondo y su familia, por fin la luz al final del túnel se sintió más cerca que nunca.

Es temprano por la mañana, previo a que se dé inicio al toque de queda tardío. Dos patrullas encubiertas van por la autopista, siguiendo a una caravana de pickups sin matrícula. Les llevaban la mira desde hacía días, cuando lo que restaba de Inteligencia pudo conseguir información acerca de una pronta entrega que se haría en la casa de Redondo. En todo momento el equipo vigiló a los objetivos. Estuvieron en un restaurante comiendo cerca de ellos, Suarez y Rulan actuando como pareja, así también en un casino, donde el equipo se dispersó en diversas máquinas. Cuando los sospechosos van en movimiento, con un drone los vigilan desde el aire.

Suarez va en el asiento de copiloto, con Rulan atrás. La camioneta es ancha, pero no tiene asientos dentro, sino una computadora desde la cual un joven ingeniero, oficial de servicio que por casualidades de la vida se quedó atrapado en la Dirección del valle de Sula, maneja el drone y dirige a los agentes por las vías más adecuadas.

—Acaban de girar hacia la quinta avenida, señor.

—Quinta avenida... ¿Hay algo por la tercera?

—Nada.

—Gire entonces. ¡Aquí! Eso.

El valle está nublado, caluroso como siempre, pero oscuro. Al fondo de la autopista se observan hermosos edificios con diseños peculiares, que actúan como puntos de referencia para avisar que ahí es una zona donde se mueve dinero.

Campos de golf, resorts, puentes modernos y repletos de luces. Lo que yace en las faldas de la imponente cordillera del Merendón, que permanece nublado y verde como de costumbre, es propicio para que se mezclen todo tipo de personas de las clases más altas de la sociedad. Desde embajadores hasta narcotraficantes, la ley nunca tocaría aquellas calles bien cuidadas.

—Se detuvieron frente a una casa en la cuarta calle, frente al parque Pedregal.

—Mh. Detengámonos por aquí. En ese café. Equipo...

"¿Sí, señor?"

—Estamos en la tercera calle, en el primer Espresso Sula. Deténganse por ahí. Ya casi...

"Entendido".

Las casas son grandes, con piscinas. Algunas llegan a tener canchas de fútbol y bares. Son beige, blancas e incluso negras, y sus jardines llenos de flores y setos bien podados les dan aquella atmósfera tan característica del hogar de un ingeniero, político o doctor. Irónico es que, a unos metros hacia el oeste, al lado del río Bermejo, hay casas de lámina y madera hinchada cubriendo los maltratados cuerpos de la clase baja, que día tras día salen a los basureros o a pescar para subsistir.

—Señor, se están bajando ya.

—Bien. Clase, maneje a la velocidad máxima y pase por enfrente de la casa. Rulan, estese lista para tomar las fotos que sean necesarias. Ingeniero, nos avisa si hay algún otro vehículo u hombre armado por las salidas de la colonia. Si algo sale mal, le debemos avisar inmediatamente a los otros.

"Entendido", "entendido", "Perfecto, mi Comisario".

Así se hizo. La camioneta fue a veinte kilómetros por hora por las calles, pasando por enfrente de la casa del contralmirante. Había cinco pickups polarizadas y sin matrícula, todas blancas, estacionadas a cierta distancia de la otra. Hombres con sombrero estaban en la puerta, dejándole varias cajas a los jardineros, quienes eran supervisados por una mujer de edad media, portadora de un vestido elegante y poco más que hermoso.

La Garza NegraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora