Capítulo 11

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Estaba lloviendo cuando las calles desoladas se llenaron de basura traída desde las alcantarillas. Raúl todavía no despertaba, a pesar de que había pasado media hora desde que se cayó del techo que vanamente lo libró de las aglomeraciones entre el cuerpo inerte de su padre y él. Los gritos no dejaban de oírse a lo lejos, por los bulevares más anchos de la ciudad. Los movimientos que hacía un rato habían destartalado las aceras del centro, ahora se ponían sobre los puentes y monumentos de las partes más transitadas de la capital hondureña, siendo el bulevar Centroamérica un foco de desorden donde los Gavilanes intentaban, con todas sus fuerzas, repeler las protestas que unían a personas de toda la ciudad y pueblos aledaños.

Una sirena despertó a Raúl finalmente, pero no de golpe. Poco a poco abrió un ojo y, tras tocarse la nariz hasta la frente, lanzó un suspiro de horror. Observó algunos rastros de sangre todavía húmeda que salía de aquella herida, soterrada por sangre seca. Su ojo izquierdo no se abría del todo por ello.

—'pa...

Entonces despertó, poniéndose de pie e intentando entender su alrededor. Había solo un par de perros callejeros durmiendo a su lado, en un corredor trasero de las casas que todavía estaban vacías. Sus dueños andaban en las huelgas, probablemente. Raúl caminó despacio hacia la calle, todavía aturdido. Fue hacia su casa, cuya puerta permanecía abierta, mas nadie entró a ella tras el caos.

Subió por las gradas, entró y examinó toda la sala, aun con un ojo medio cerrado bajo su sangre seca. En la mesa del comedor estaba un pequeño bote con pastillas para la presión, vacío.

—No—... suspiró.

Más al fondo, la puerta del cuarto principal abierta, pero todo en orden. Solo había un chaleco antibalas viejo en el piso.

Enzo comenzó a llorar a chorros. Temblaba y lanzaba gritos de ira interiorizada y dolor. Su sangre se mezclaba con lágrimas y sudor que caía junto con los pelos que se arrancaba de la cabeza. La cama fue desordenada mientras se revolcaba en ella, golpeando lo que estuviese cerca de su mirada.

—¿¡Por qué papá por qué!? ¿¡Por qué papá por qué!? Por qué...

En un impulso de locura, recordando que lo de su padre se debía entregar a la Institución eventualmente, comenzó a abrir gavetas y closets. Había una fatiga sucia y chaleco antibalas sobre la cama, también guantes en una gaveta. En el closet, una máscara antigás que estaba dañada, y al lado de la cama, unas botas negras viejas y otras partes del equipo. Pero sorpresa fue encontrar una pistola en el piso también, cerca del baño. Posiblemente se había caído en la frenesí del momento.

Todas esas cosas se comenzó a equipar Raúl en un desesperado intento por preservar a su papá. No sin antes agarrar el viejo poncho que en momentos como ese servía de tranquilizante. Entonces Enzo salió de la casa, todavía ajustándose la máscara y enfundando la pistola, y corrió.

Corrió sin rumbo, sin siquiera poder ver bien. Solo corrió, gritando, aunque nadie le oía por la máscara que lo enmudecía. Pero corrió sin parar por las calles, llegando al centro, donde todas las almas que en otro tiempo seguirían llenando los corredores, hoy fijaban sus miradas hacia el fuego de las protestas y la furia de una nación.

Aquella carrera terminó en el parque central, al pie de la estatua ecuestre de Francisco Morazán. Raúl cayó allí, exhausto, llorando como niño y gritando como un condenado. La lluvia no perdonaba su luto, así como la basura flotante no respetaba su llanto.

No fue hasta que otros gritos se unieron a Raúl que éste guardó silencio. Se escuchaban cerca, en algún callejón, casualmente por donde se veía los reflejos de luces verdes parpadear en una misma posición. Moviéndose hacia esa zona, Mejía se escondió tras una pared a medio construir, viendo que aquel pequeño alboroto se trataba de un joven enmascarado siendo encañonado por dos agentes de UEIM.

La Garza NegraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora