Capítulo 7

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La mañana siguiente no fue igual de bulliciosa que las demás. Todo lo contrario. Manfredo se levantó, tomó su café y se dispuso a pensar. Intervalos largos y retardos de sentarse, tomar café, levantarse y servirse más café, haciendo aparentemente nada con su mañana. Raúl pasaba por lo mismo, ya que, con los colegios cerrados en esa última semana tan clave, solo quedaba sentarse en casa a ver televisión o "jugar play". Un tal Assassin's Creed le gustaba bastante, y, como todo varón, imitar las personalidades de sus protagonistas no era cosa extraña. En cuanto a George y Chele, éstos se sentaban en sillas que Manfredo tenía afuera de la casa para cuando quisieran estar allí, vigilantes. Tomaban refrescos mientras charlaban y veían a las gentes pasar frente al edificio, saludando a colegas que salían en las patrullas y muchachos que admiraban los grandes fusiles X95 que portaban.

De pronto, aquella secuencia que Manfredo siguió durante toda la mañana, llegó a un final abrupto cuando vio su reloj una última vez.

—Bueno, hijo, nos vemos.

—Nos vemos, 'pa.

—¿No querés ir conmigo hoy?

—Quizás llegue al rato. Ando huevitis.

Ambos sonrieron.

—Está bien— se despidió el Comisionado, con una palmada sobre el hombro derecho de Raúl, quien tomaba fresco de avena mientras veía tele.

Así, Mejía caminó solitario, cuesta arriba hacia la Dirección, con maletín en mano y fatiga bien puesta. Saludaba amablemente a los transeúntes, y puesto que algunos lo conocían, se llevaba salutaciones de vuelta. Al llegar, el portón azul fue abierto. Todos aquellos subalternos se levantaban y saludaban con respeto, pero ese día no sería como los demás. Manfredo no iba a trabajar como normalmente lo hacía.

Fue directamente a su oficina, dejando sus cosas sobre el escritorio y su gorra en un perchero. Luego de un largo rato de repetirse que Dios todo lo permite por algo, salió sin distraerse hacia el patio. "Conéctenme esos parlantes y tráiganme un micrófono, por favor", dijo. Nadie sabía lo que hacía, pero se apresuraron a seguir las órdenes.

—Muy bien. Gracias. Llámenme a todo el personal ahora, por favor.

Y así lo hicieron los muchachos. En unos minutos, todo el personal ya estaba en formación, incluyendo a las cocineras y los barrenderos. Hubo silencio mientras el Comisionado observaba a los seiscientos individuos con los que contaba. Los pájaros, sirenas y demás partes de la atmósfera urbana rebajaban el zumbido que en los oídos de todos los presentes había.

»Buenos días, damas y caballeros.

"Bue-nos días, mi Comisionado Me-jía"

—Quizás no esperaban esto hoy, pero es necesario que hablemos. Ultimadamente he estado muy incómodo y sin duda descontento por lo que nos ha tocado hacer. Como saben, nuestra labor está escrita hasta en nuestro nombre, y desde que nacimos allá por los 90 fuimos destinados a controlar el crimen más sucio del país. Debemos andar afuera, enfrentando pandilleros, delincuentes sanguinarios que nadie más puede enfrentar, y, sin embargo, aquí estamos. Hemos pasado meses ya en labores insignificantes, incluida ahora el control de disturbios. ¿Por qué? No sé si se han hecho esa pregunta, pero yo sí, y mucho. Anhelaba una respuesta y la pedí, rogando por ella durante todo este tiempo a mis superiores —al presidente incluso. Lamentablemente no la recibí. Fue hasta hace una semana que todo tomó claridad.

Todos escuchaban atentamente. No había murmureo.

»El Mayor Jesé Moncada, director de la Unidad Especial de Intervención Militar, llegó a mi oficina en el marco de una posible operación en conjunto con dicha fuerza para controlar las protestas y arrestar a sus patrocinadores. Las cosas no salieron como esperábamos. Dije cosas que no debí y eso llevó a un choque entre nosotros, pero por algo lo permitió Dios, porque con ese choque obtuve las respuestas que tanto busqué y que tanto temíamos.

La Garza NegraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora