Capítulo 9

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Entonces uno de los agentes gritó: ¡Mi Comisionado de aquí no se va!

Todos pujaron hacia los camiones militares, retando, por lo que, en defensa propia, uno de los verdes disparó. Aquel que gritó cayó al suelo, y tras su cabeza corrió un río rojo oscuro. Así, todos los que estaban retando en la primera fila cayeron uno a uno junto con algunos militares, cuyos chalecos sostuvieron algunos impactos, pero que en unos segundos dejarían de respirar.

—¡Qué putas!— exclamó Raúl.

Y en un santiamén, todos los de negro comenzaron a disparar sus armas, lanzándose pecho a tierra. El ruido se acrecentó hasta parecer una zona de guerra. Manfredo desenfundó su pistola, posicionado detrás de una patrulla.

—¡Enzo, hijo! ¡Dios santo! ¡Andá a la dirección! ¡Escondete, rápido! ¡George!

Jorge, que estaba al lado del portón, detrás del muro, no lo podía escuchar.

Con los disparos, gentes salían corriendo de sus casas o dejaban las plazas. Huían del conflicto lo más lejos posible, sin rumbo real. Entonces una turba de gente se formó por las angostas calles, todos gritando en desesperación. Trágico era que algunos disparos de ambos bandos llegaron a muchos de éstos.

—¡Jooorge!— gritó Raúl.

Finalmente, el enmascarado volteó a ver.

—¡Llévese a Enzo a la Dirección! ¡Rápido!— ordenó Manfredo.

—¡'Pa!

—Ahorita no, hijo. Solo salí de aquí. Si entran, salí por detrás. No es a vos que buscan, pero no quiero que estés cerca.

George aprovechó que los soldados se encontraban refugiados detrás de sus blindados para entonces pasar al otro lado del muro, que era dividido por el portón. Corrió rápidamente y tomó a Raúl por el brazo. Los dos corrieron por las orillas del recinto hasta llegar al edificio de la Dirección, a unos treinta metros.

—¡General!— exclamó Manfredo al ver a Ferrera escondido en la caseta. Se acercó a él lo más rápido posible bajo la pólvora.

—Manfredo, Dios santo. ¿Quién planchó?

—Un soldado. Todos vimos cómo le disparó a uno de los nuestros, señor. Pero no se preocupe. Hay que intentar calmar las cosas.

Pero las cosas solo se pusieron peores, pues por la cuesta venía subiendo lentamente una fila de blindados de UEIM.

"¡LOS GAVILANES!" lanzó un grito de horror uno de los oficiales. Su voz se quebró a medio grito.

—Pidieron refuerzos—. expresó Manfredo, consternado.

—Hay que salir de aquí, Mejía. Venite.

Franklin, que estaba detrás de un camión, vio a ambos y corrió hacia ellos, quedando exhausto rápidamente.

—¡Señor! Señor...

—¡Franklin! Gloria a Dios. Acompáñenos. No diga más, solo venga.

Los tres fueron por la ladera de la colina, eso es, la orilla del recinto. Poco a poco más agentes comenzaron a retroceder, pues a pesar de la turba de gente que atrasaba a los camiones de UEIM, éstos iban caminando y disparando a los Coap en la entrada. Militares yacían muertos sobre el pavimento. Así también agentes de negro.

Y entonces ocurrió. Según los dos directores y Franklin, la idea sería huir, pero fue todo lo contrario, pues de los dormitorios salieron cientos de oficiales equipados hasta los dientes.

La Garza NegraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora