Capítulo 6

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Tegucigalpa se cubrió en tinieblas finalmente. La luna llena penetra las densas nubes grisáceas con su luz reflejada. Las calles, sombrías y sucias como de costumbre, permanecen vacías y silenciosas en los barrios, a diferencia de los principales bulevares y el anillo periférico, por los cuales pasan vehículos de lujo pertenecientes a los adinerados de la ciudad que al anochecer salen a beber y a bailar. Esto mismo ocurre en las clases más bajas, pero en cantinas y comedores callejeros que rodean la ocupada Dirección de Fuerzas Especiales, haciendo vibrar las aceras del centro con su música a todo volumen. Eran eso de las ocho cincuenta de la noche.

—Y entonces —contaba Raúl sentado en un tronco—, cuando me le acerco me voy dando cuenta que el man era joto. ¡Era joto!

Nambe.

—¡Ja! ¡No te creo!

Jorge y Franklin escuchaban la historia del joven atentamente.

—Así es. Y cuando le pregunto que qué son esas mariconadas, se da la vuelta, cagado, y me dice: "Raúl, te juro por Dios que solo fue con Henry Cavil"

Las carcajadas se oían hasta adentro de la Dirección, donde Manfredo esperaba impacientemente a la llegada del Mayor Jesé Moncada. Se paseaba de un lado a otro en su oficina, comiendo galletas sin azúcar y tomando sorbos de café. Intercalaba ambos aperitivos entre miradas a su reloj.

Poco a poco el lugar se hacía más silencioso. Los agentes que por el día anduvieron quemados con las protestas, llegaron a dormir como nunca antes, así como los heridos, que ya dejaban los gemidos a cambio de carcajadas por los chistes que se contaban entre ellos. En el parqueo los motores se apagaban y solo quedaban las voces de aquellos tres.

—Bueno, Raúl —dijo George—, creo que ya nos deberíamos ir.

—Sí. Solo voy a ir a decirle a mi papá. Ya vengo.

El muchacho se levantó y caminó hasta la oficina. Las aseadoras y cocineras lo saludaban amablemente y él respondía de la misma forma. Sin prisa y sumamente tranquilo llegó al tercer piso, donde su padre, quien en silencio figuraba tras la luz de la luna, encorvado.

—'Pa...

—¿Mm? ¿Qué pasó? ¿Ya te vas?

—Sí. Venía a decirte para que supieras.

—Está bien, hijo.

Manfredo estaba parado frente a la ventana, mordiéndose las uñas.

—¿Todo bien, 'pa?

—¿Ah? Sí, sí. Todo bien. Debés irte ya. Creo que ahí viene Moncada. Vaya, nos vemos.

Ambos se despidieron rápidamente. Raúl salió confundido, mas entendía perfectamente la situación y prefería no insistir en saber más. La oficina volvió a quedar en silencio. Se escuchó solo el motor de la lujosa camioneta salir del parqueo al unísono con otra que venía entrando. Una docena de pasos acompañaba a una figura: hombre alto y fornido, portando fatigas monocromáticas verdes, sobre la cual se lucía una insignia de velcro y una placa de metal con las siglas "UEIM". Hombreras con una estrella dorada y ficheros sobre los cuales estaba escrito Fuerzas Armadas de Honduras y Moncada resaltaban en los hombros y pecho del militar. Caminaba firmemente, con pasos pesados y fuertes. Saludó a los agentes y trabajadoras amablemente, incluso quitándose su gorra de vez en cuando. A diferencia de los demás militares, Moncada no se rasuraba la barba completamente, y sus cejas oscuras, que a las profundas cuencas de sus ojos cubrían, se retorcían en un ceño fruncido y moreno.

—Buenas noches, Comisionado Mejía— saludó su grave y ronca voz en la puerta de la oficina.

—Buenas noches, Mayor. Tome asiento.

La Garza NegraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora