Tegucigalpa es una ciudad peculiar, aunque posee algunas de las características habituales de cualquier ciudad latina. Una de las más notorias es el hecho de que la periferia siempre es peligrosa, pobre. Los barrios más terribles y sangrientos están sobre las rocas de los empinados montes que la rodean, pero, de vez en cuando, algunas partes son reservadas para los ricos. Ese es el caso con toda la zona de El Hatillo, las Lomas del Guijarro, El Picacho, entre otras. Una de esas montañas empinadas es el hogar de Ferrera. Su mansión color beige, elegante, posa por sobre la salida al noreste del país, con la colonia Modesto Rodas, adyacente a la larga calle del mismo nombre, de falda. Hay una piscina con bordes de mármol y un asador rodeado por sillones con bordados que ni siquiera puedo describir. Al lado de todo esto, una cancha de fútbol. En frente de ambas secciones está el garaje techado, dentro del cual hay una camioneta blindada, un carro deportivo alto y una motocicleta ancha. Frente a dicho estacionamiento llegó una caravana de patrullas garza, escoltando al General Ferrera, acompañado de Raúl, Jorge y Suarez. De otro vehículo, que se había separado de tres copias exactas del mismo, bajaron el Abogado Héctor Argeñal y el General Walter López.
Todos se saludaron y pasaron hacia la enorme casa, donde una hermosa dama de unos cuarenta años se lanzó sobre Ferrera, besándolo. Luego llegó un niño y lloró enrollado en los brazos del padre.
—¿Cómo has estado, mi príncipe?— preguntó el General, con una lágrima.
—Preocupado por usted, papi. ¡Muy preocupado!
Los dos se siguieron abrazando un rato, y lo hubieran seguido haciendo si no fuera porque el General notó que Raúl estaba observando tras su máscara.
—¿Ra... ¡Raúl! —exclamó con voz dulce la dama de la casa, acercándose para acariciarle el cabello—. Estás delgado... ¡Ah! No sabés cuánto hemos lamentado lo de tu papi, amor.
—Gracias, Eva.
—Pasa, por favor. Vamos, entren, entren. Siéntanse como en su casa.
Todo el equipo entró, pasando a una sala del tamaño del apartamento entero de Mejía, por no decir más grande. Todos tomaron asiento en los elegantes sillones de los cuales emanaba aquel olor característico a casa adinerada.
—Qué bien se siente estar aquí— expresó Ferrera, con ojos brillantes y una sonrisa.
—Sí te hemos pensado, Leonel —dijo Eva—. Me alegro que estés bien, aunque me duele verte esas ojeras y ¡esa barba! ¡Andá cortátela!
Todos rieron. Ferrera sonrió levemente.
—Eva —dijo con pesar, en voz baja, llevándola abrazada por la cintura a otro lado—. No me voy a quedar por mucho, pero estamos cerca de terminar con esto. Ya más temprano que tarde voy a venir y vamos a descansar.
—Yo sé, Leo, y no debés preocuparte. ¿Te soy honesta? hoy te amo más que nunca. Siempre creí en que el Comisario Ferrera iba a volver.
Ambos se acariciaban y miraban a los ojos con una que otra lágrima. Estaban en la cocina, a la par de la sala.
—Yo... No tenés ni la menor idea de cómo me siento ahorita. Es una mezcla de pensamientos bárbara. Es bien raro.
—¡Me lo puedo imaginar! Te conozco mejor que nadie... Lo veo en tus ojos. ¡Sos como antes, amor!
—¿Cómo antes?— preguntó sonriendo.
—¡Sí! Cuando no vivíamos aquí, sino en Santa Lucía, cuando Manfredo y vos trabajaban juntos y sin miedo. Yo amaba a ese Leonel que me contaba sus historias heroicas en cada cita...

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La Garza Negra
AçãoCuando la policía se rebeló en contra del gobierno... Este drama policial relata la vida de Raúl Mejía, hijo del Comisionado de Policía y director de Fuerzas Especiales, Manfredo Mejía, quien lleva a sus hombres a una huelga contra las imposiciones...