Diferentes puntos de vista

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  El sol resurgió triunfante en el horizonte, disipando en su esplendor toda sombra y liberando a los aldeanos de la opresión de sus abrigos cálidos y pesados.

Los trabajos en el santuario y en el cuartel del sindicato avanzaban con aparente parsimonia. Los cimientos habían sido levantados con solidez, como columna vertebral de estas edificaciones imponentes, y bajo la sabia dirección de los maestros constructores, los errores eran apenas arañazos superficiales en la perfección de la obra.

La vahir había despertado de su letargo invernal. Sus calles se llenaban de voces y risas, quebrando el silencio que reinaba durante los días grises. La vida, renacida con la llegada del sol, fluía en cada rincón, como un torrente de energía desbocada.

Entre sus habitantes, se respiraba un aire de esperanza, una sensación casi tangible de que el destino de la aldea estaba cambiando. Y es que aquellos edificios en construcción no eran solo estructuras de piedra, sino símbolos de progreso y superación.

Había esclavos diseminados dentro del territorio de la vahir, apoyando en diversos frentes más allá de la faena de construir. Su labor se extendía a lo largo de osados trabajos manuales y el transporte de pesadas cargas.

Los kat'os, con sus hombros resentidos y su orgullo enhiesto, se resistían con recelo a compartir el yugo de sus responsabilidades con los siervos del altivo señor de Tanyer. Filtrando sus objeciones al oído del ministro Astra, expresando con lucidez su deseo de ser los guardianes exclusivos de la prosperidad de los campos. ¿Por qué habrían de permitir que las manos esclavas intervinieran en la encomienda antes dada por el propio soberano?

Mientras tanto, los estelaris, custodios del bravo ganado que pastaba en la llanura, compartían la mesura y desconfianza de sus paisanos kat'os. A su peculiar mirada, la destreza en el manejo del ganado auguraba eficiencia y destreza. Con firmeza, rechazaron la ayuda ofrecida, temiendo que la armonía en sus tareas se viera perturbada por manos distintas a las suyas. Sus rutinas, íntimas y sabias, no requerían de enmarañadas intromisiones.

Las objeciones llegaron con prontitud al oído de Orion, quién con sabiduría decidió continuar otorgándoles el privilegio de laborar en sus respectivos campos de trabajo, respuesta que embriagó de alegría a los residentes libres de la vahir, y alzó todavía más el cariño que tenían por su gobernante.

Los guardias y exploradores deambulaban incesantemente por los senderos del bosque, divididos en grupos de cinco, cumpliendo con su rutina interminable. Sus ojos aguzados escrutaban cada sombra, cada leve meneo de hojas, cada susurro de vida en ese santuario natural. Al menor indicio de bestias salvajes o criaturas hostiles, hacían sonar sus cuernos, alertando a sus compañeros e iniciando una frenética persecución. O en ocasiones, aguardaban nuevas órdenes, las cuales dictaban las medidas a tomar según la peligrosidad de la fauna local.

El ejército, constituido por escuadrones poderosos y novatos reclutas, se entregaba con ahínco a sus distintos entrenamientos en sus respectivos territorios. Cada escuadrón se adiestraba en las artes del combate, en el dominio de la espada, el arco y la estrategia. Día tras día, bajo el sol implacable o la lluvia afilada, perfeccionaban su destreza con una dedicación inquebrantable. Y en cada rutina, se forjaba no solo su resistencia física, sino también el vínculo indeleble de la camaradería y la lealtad.

  —¿Algo más que comunicar? —preguntó Orion, dirigiendo su vista al delgado joven de pie, que había enmudecido desde hace unos minutos.

  —Mi señor, ruego a usted tranquilice a mi fiera hermana —dijo al encontrar la valentía, pasando su atención de la mujer de cabello platinado al joven sentado, y viceversa.

  —¿Tranquilizar? Habla con claridad, Astra.

Los ojos de la sirvienta de pie parecían decir la misma cosa, aunque de una manera más expresiva y burlona.

El diario de un tirano Vol. IIIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora