Padil reunió todo su coraje, su pecho se apretaba con cada latido mientras su rostro se contorsionaba en una mueca que reflejaba tanto sufrimiento como renuencia. Con un gesto decidido, ordenó a su fiel caballo girar, un comando que el animal no dudó en ejecutar con agilidad. En cuestión de instantes, descendía por el empinado terreno, el viento silbando en sus oídos, hasta llegar ante la pareja de vigías. Estos, al verlo aproximarse, iluminaron sus rostros con sonrisas cálidas, recibiendo a su compañero como si regresara de una larga travesía.
—Síganme —ordenó, pasando de largo.
Los dos hombres dudaron tan solo un segundo antes de volverse a Padil para seguirlo, haciendo lo posible para alcanzar su marcha.
—¿Qué sucede, hermano?
El delgado hombre se giró, y tan pronto observó esos ojos supo que algo muy malo había ocurrido.
—Debemos volver al clan, y notificar al Líder de la presencia de un Katodi.
Ertoi y Thatku inhalaron una profunda bocanada de aire al escuchar la revelación, dejando que la incredulidad invadiera cada rincón de sus mentes y corazones. Por unos breves, pero eternos segundos, sus palabras quedaron atrapadas en el silencio, como si la atmósfera se hubiera vuelto densa y pesada. Mencionar a un Katodi era una seria cuestión, un asunto que resonaba con ecos de antiguas leyendas y temores. La idea de que su hermano de armas, con quien habían compartido tantas gestas heroicas y sacrificios hubiera sucumbido a la locura era inconcebible. Padil era ese hombre de vasto conocimiento y maestro en un sinfín de disciplinas, era un pilar de cordura cuando más se le necesitaba, y contemplar su posible caída en tal abismo era como recibir un golpe directo al corazón.
—¿Nuestros hermanos han sido infectados? —preguntó Thatku, queriendo descifrar lo que había sucedido en el enfrentamiento.
Padil asintió, sin la fuerza para pronunciar otra palabra. Los otros dos no preguntaron más, el golpe que habían sufrido sus psiques sería algo tardado de lo cual recuperarse.
Ertoi se había sumido en un torbellino de emociones abrumadoras que anidaban en lo más profundo de su ser. Su mente luchaba por aceptar la cruda realidad: la expedición a la que habían sido encomendados se tornó en una tragedia irremediable, marcando el fatídico final de todos sus hermanos y de su apreciado Hordie. Esa idea se clavó en su psique como un puñal ardiente, inmovilizándolo con su peso insoportable. Simplemente, no podía, ni quería permitir que esa atrocidad se hiciera tangible en su conciencia. ¿Cómo podría encontrar las palabras necesarias para afrontar a aquellas mujeres desconsoladas, para explicarles que sus hombres jamás regresarían, que el vacío de sus ausencias sería un eco eterno en sus vidas?
«Maldición», rugió, y con ese mismo fervor volteó, deseó regresar y vengarse, sin importar que en su acto pagaría con su vida, no le importaba, sin embargo, el silencioso, apenas perceptible sonido de algo surcado el aire le despertó.
No supo de inmediato que había sido eso, no hasta que escuchó los gemidos de su compañero Thatku, y las maldiciones de Padil. El causante del sonido fue una flecha larga, que con una precisión impresionante se había clavado en el cuello de su hermano. Estaba sangrando demasiado, y eso causó aún más dolor en sus corazones, sabiendo que no podrían hacer nada.
—Ertoi, ocúltanos —ordenó Padil, y con una mirada complicada se despidió de su hermano, y este de él—. Tu vida será honrada con nuestra vida, hermano. —Apretó los puños, cerrando los ojos por un breve instante para ganar la determinación que ya comenzaba a flaquear.
Thatku asintió con un leve gesto, consciente de que la realidad empezaba a desvanecerse a su alrededor. El bullicio se convirtió en un eco lejano de susurros ininteligibles, como el murmullo del viento entre los árboles. Su voluntad, poderosa e indomable, le permitió aferrarse unos segundos más a la vida, deseando probarle a su agresor que una simple flecha no podría derribar a un Yaruba, necesitaría mucho más que eso para doblegar su espíritu. Sin embargo, el agarre que mantenían sus manos en las crines de su espléndida montura comenzó a flaquear. Su cuerpo, rebelde, fue arrastrado por una fuerza invisible, y la armonía del equilibrio se desvaneció. En ese instante, su mente, luminosa y despierta, lo transportó a un vasto paisaje de recuerdos. Vio las sonrisas radiantes de sus seres amados, sintió el calor de abrazos sinceros y el rugido jubiloso de las batallas ganadas. Pero, sobre todo, sus pensamientos se centraron en los rostros de sus niños; esos hermosos retoños que pronto se erguirían como dignos Yaruba.
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El diario de un tirano Vol. III
FantasyEl sol nuevamente se refleja en las frías tierras de Tanyer, pero la oscuridad que habita en cada sendero desolado, rincón apartado, cueva solitaria, no dejará que su dominio se vea agredido por las avariciosas manos del hombre. Orion se ha converti...