El cochero, en su desesperado intento por llegar a tiempo a su destino, tuvo que detenerse abruptamente. Como si la fértil tierra pastosa y húmeda hubiese ejercido una suerte de magnetismo sobre su cuerpo agitado, saltó ágilmente del carruaje, dejando que el viento vespertino acariciara su rostro impaciente. Sus ojos, llenos de preocupación, se dirigieron de inmediato hacia los caballos, esos majestuosos seres que eran su fiel compañía en cada una de sus travesías. Como si fuese un ritual sagrado, pasó sus hábiles manos por el cuello sudoroso del equino más cercano al carruaje, buscando cualquier señal de incomodidad. Fue entonces cuando sus dedos expertos avisaron a su mente que algo no estaba bien. Una deficiencia en el amarre del arnés, un descuido que, quizás, había sido la causa del malestar anterior.
—Son sendas peligrosas —advirtió el hombre desde la altura que su montura concedía.
—No demoraré demasiado —dijo el cochero, sin desviar la mirada y sus manos de su labor.
El caballero asintió, gritando un par de órdenes a sus subordinados para la inspección de la zona, pero su atención fue rápidamente robada por el sonido de abertura de la puerta del carruaje, lugar al que inmediatamente se abalanzó.
El caballero dio un gesto afirmativo, vociferando algunas instrucciones a sus subalternos para que se encargaran de explorar la zona. Sin embargo, su concentración fue prontamente eclipsada por el resonar del chirriar de la pesada puerta del carruaje, un sonido que rápidamente acaparó su atención. Inmediatamente, se precipitó hacia el lugar.
—Brir —saludó al encontrarse con el regordete rostro de su señor.
El aludido le ignoró, observando con el ceño fruncido al cochero que con esmero y paciencia reparaba lo afectado por el viaje.
—Quiero llegar antes de que oscurezca —advirtió.
—Lo haremos —respondió el cochero con tono indiferente.
El señor regordete bufó, sintiendo irritación en cada poro de su piel. Descendió del carruaje con cierta torpeza, apoyando su corpachón en el marco de la puerta. Estiró su cuerpo con parsimonia, esforzándose por apreciar el paisaje que históricamente había ignorado. Los árboles majestuosos se alzaban ante sus ojos, enraizados en la tierra con una imponente presencia. La hierba, un tapiz verde infinito, danzaba al compás del viento, una danza ajena a los ojos del apurado hombre. La flora exótica, en su exuberancia, se desplegaba con una elegancia desconocida, deleitando a los sentidos del observador. De vez en cuando, se hacía presente algún intrépido animalito, quizás en busca de compañía.
—Padre. —Se escuchó una melodiosa y ufana voz.
El hombre regordete se volvió al origen del ruido, sonrió con calidez, pero en sus ojos nunca se borró la astucia calculadora de la que era poseedor desde infante.
—Belian —Se acercó, le tomó de la mano que por un momento su hija no quiso conceder—, vuelve al carruaje, pronto regresaremos al camino. Y tú debes estar preparada.
—Yo también deseaba estirar un poco las piernas —dijo con rebeldía—, y no deberás preocuparte. Soy la hija de mi padre después de todo.
—Eso lo sé bien —respondió con una sonrisa natural.
—Señor Brir, cuando de la orden partimos —dijo el cochero al disponer de su lugar de trabajo.
El hombre regordete admiró por última vez (antes de volver al carruaje) el bello paisaje de alrededor, sin ser consciente que en el ramaje y los espesos arbustos se encontraban ojos que observaban todos sus movimientos.
∆∆∆
La noticia de los intrusos se extendió como una plaga por toda la vahir, sacudiendo los cimientos de la tranquilidad que había reinado durante una unos cuantos días. Las madres, conscientes del peligro inminente, apresuraron a sus hijos a resguardarse en el interior de sus hogares antes de continuar con sus quehaceres diarios, si es que les era posible.
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El diario de un tirano Vol. III
FantasyEl sol nuevamente se refleja en las frías tierras de Tanyer, pero la oscuridad que habita en cada sendero desolado, rincón apartado, cueva solitaria, no dejará que su dominio se vea agredido por las avariciosas manos del hombre. Orion se ha converti...