La nueva amenaza

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  —Mi señor —dijo Sadia, interpretando la mejor reverencia que su orgullo podía permitir. 

Los guardias volvieron su atención a la esplendorosa dama, sin cambio en sus severos semblantes, reconociendo que si ella estaba presente, era porque el rey así lo deseaba. Teniendo por entendimiento que nadie eran tan estúpidamente valiente para interrumpirlo en su tiempo de jardín por voluntad propia.

El hombre sentado se volvió con la parsimonia de una rosa al desplegar sus pétalos, sus ojos de un profundo café, velados de secretos, escudriñaron a la maga con una intensidad que parecía traspasar la voluntad de cualquier mortal. Las arrugas que el tiempo había obsequiado a su rostro se movieron hasta formar una sutil sonrisa. Sus cabellos grisáceos ondearon con la gracia de las sombras al levantarse, desafiando con orgullo la fragilidad de la edad, mientras declinaba con nobleza el gesto de ayuda de su leal subordinado.

  —Retírense —dictaminó con un tono calmo, pero envuelto con esa aura de majestuosidad de un ser regio.

Las damas de compañía inclinaron la cabeza en respetuoso gesto antes de deslizarse con gracia fuera de la estancia, desvaneciéndose entre las sombras del pasillo. Los integrantes de la guardia real retrocedieron unos pasos, sin alejarse del todo. Era una perfecta distancia que obedecía el mandato, pero les permitía accionar en caso de una desgracia.

  —Sadia —saludó con solemnidad, alzando su mano en un gesto de naturalidad.

  —Mi rey —dijo ella con respeto, inclinándose para besar el anillo de carmesí que adornaba su dedo medio.

  —Has demorado en acudir a mi llamado —pronunció con un dejo de reproche en su voz calma y profunda.

  —Se han suscitado dificultades en mis dominios... —dijo, aún sin levantar la mirada, por temor a inducir todavía más disgusto en el hombre.

  —No existe justificación para hacer esperar a tu rey —replicó él con severidad, su mirada penetrante clavada en la cabeza dorada de la mujer.

  —Me disculpo por mi demora —respondió ella, forzando la humildad en su tono.

  —Levanta el rostro.

Ella obedeció.

La sonrisa en el rostro del monarca se amplió ligeramente, iluminando su rostro con un destello de juventud olvidada.

  —Te sigues viendo igual de hermosa que siempre —dijo, enviando su mano a tocar la nívea mejilla de la dama, sin encontrar oposición—. Nada ha cambiado en ti. Hasta pareciera que el tiempo teme afectarte como a los demás. Siempre me ha intrigado como los tuyos logran romper esas malditas cadenas, y ahora más que nunca me lo pregunto —suspiró, el peso de la edad se notaba en su cansada expresión.

  —Nunca ha sido una cuestión de secretismo, Su Majestad. —pronunció con voz serena, apartando con suavidad la mano regia de su semblante, con el debido respeto—. Y sé que usted conoce los extremos y peligrosos procedimientos a lo que los "míos" se someten para lograr la longevidad.

El rey asintió, nada podía ocultarse a semejante hombre.

  —¿Ha valido la pena?

Sadia desvío la mirada, y por un momento dudó en contestar, y lo hubiera hecho si aquel que le preguntaba no fuera el soberano de Jitbar.

  —Me he preguntado muchas veces lo mismo, y apenas llegué a la conclusión que sí. Pasar por todo ese tormento me destruyó desde dentro, pero lo haría otra vez...

El silencio reinó por un breve instante.

  —Puedo comprender que algo maravilloso ha sucedido. Tus bellos ojos resplandecen con el esplendor del sol. Me hace recordar a esos años.

El diario de un tirano Vol. IIIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora