Dueño de territorios

46 7 3
                                    

  Las grandes puertas, reforzadas de hierro, se mostraban imponentes, como guardianes del misterio que se ocultaba tras ellas. Las sombras que danzaban sobre los altos muros desaparecían sin dejar rastro, alimentando la ilusión de que en ese lugar podría habitar el mal en su forma más pura.

Los tres jinetes que ejercían de custodios detuvieron sus cabalgaduras, y los dos hombres a pie los imitaron. En el silencio que envolvía el camino hacia la fortaleza, padre e hija intercambiaron miradas cargadas de temor, ocultándolo como mejor podían a causa de los nuevos protagonistas en la vahir.

  —¿Cuál es el nombre del señor? —preguntó el Brir con un toque de humildad.

  —Silencio —advirtió Laut con la mirada.

Las gruesas puertas fueron abiertas de forma parsimoniosa, dejando ver un paisaje del interior de la fortaleza, que mostraba una quietud solitaria.

  —Avancen —ordenó.

Belian quedó maravillada al contemplar el imponente palacio. Si bien lo recordaba de su infancia, el paso del tiempo le había hecho olvidar los detalles, por lo que ahora, tenía la oportunidad de recuperar su nitidez.

Laut y el resto del grupo descendieron de sus caballos al llegar a los escalones principales de la entrada, mostrando un respeto absoluto, induciendo a la pareja de padre e hija a imitarlos.

Los guardias saludaron sin mucha ceremonia a la capitana del escuadrón La Lanza de Dios, ergo, enfocaron la curiosidad en los dos forasteros, que sintieron con detalle sus intensas miradas.

El ancho pasillo se mostró desconocido para ambos, no reconocían el arte desplegado en las paredes, ni la renovación en los colores de muchos decorados, teniendo el Brir como único recuerdo fresco la redistribución de las entradas a las salas, o lugares de reunión, como lo era el jardín que tanto había amado su progenitora.

  —¿Son ellos? —preguntó una voz sencilla, pero autoritaria.

  —Lo son, señor Ministro —respondió la capitana al vislumbrar al delgado individuo que, cual sombra inesperada, se acercaba por su flanco izquierdo. Por respeto, detuvo su paso.

  —Tu rostro me hace recordar a alguien —susurró acercándose a la cara regordeta del Brir, inspeccionando cada centímetro de su piel en busca de ese recuerdo perdido en su memoria—. Pero parece que lo he olvidado... El Barlok espera en la sala de audiencias —dijo al regresar ante la capitana, quien asintió, manteniendo su firme compostura, para no insultar al joven individuo de importante rango—. Vamos, no hagamos que se enoje —le sonrió a Belian, y ella le devolvió la mueca con una ligera timidez involuntaria.

Astra emprendió el recorrido sin esperar a nadie, pero Laut fue rápida en su orden, y todos siguieron al Ministro en cuestión de segundos.

La sala de audiencias era la misma de siempre, sin ningún cambio desde su infancia, salvo por las dos altas mujeres guardianas que les dieron la bienvenida con miradas gélidas al ingresar. Observó a sus anteriores custodios caer de rodillas al encontrarse con tres siluetas masculinas, todas ellas habían vuelto su atención a ellos tan solo unos segundos antes. Tragó saliva, los tres manifestaban una poderosa e imponente energía, y él no era experto en ese tema, por lo que temía por su vida y por la de su hija, quien también experimentaba ese mismo terror. Sus ojos recorrieron los rostros masculinos y salvajes, desesperado, implorando ayuda al que hacían llamar Ministro, esperando una pista que le indicara a quién debía pagar ese respeto obligado. Le imploró con la mirada, pero el maldito solo le sonrió, parecía haber captado su angustia a través de su mirada astuta.

  —Arrodillénse ante el Barlok —expresó una mujer, de la que no se habían percatado. Era alta, de piel oscura, y de rostro salvaje como la mayoría de los presentes, se encontraba acompañada de una dama elegante, de cabello platinado y mirada solemne.

El diario de un tirano Vol. IIIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora