Son los momentos

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  Gosen marchaba adelante, el peso del mando descansaba en sus hombros como pesada roca. Cada paso que daba era una deliberada declaración de intenciones, fuerte y seguro.

Detrás de él, en formación rígida y precisa, Los Sabuesos lo seguían. Eran reflejos de su propia voluntad, semejantes sombras de muerte que se arremolinaban en su estela. No había charla entre ellos, no había sonidos de armaduras o armas rechinando; los soldados marchaban en un silencio tan profundo que parecía absorber los propios sonidos del mundo.

El antar pelirrojo se había mostrado sumamente nervioso al pasar por el camino del infortunio, para él, los hombres que lo custodiaban no podían combatir con criatura semejante, pero por respeto a su soberano se había guardado cualquier comentario que pudiera ofender a los soldados.

Mientras el camino se desplegaba en línea recta hacia su destino, el amplio claro al pie de la altísima montaña se revelaba gradualmente, desplegando su vasto manto verde. Los enormes árboles, erguidos y orgullosos, coronaban el paraje, conformando una muralla viva que se alzaba con firmeza. Sus gruesos troncos eran como columnas antiguas y sus ramas, entrelazadas en lo alto, tejían un tejado de hojas que murmuraban la bienvenida a los recién llegados con el susurro del viento entre sus hojas, y no era únicamente la naturaleza la que brindaba la bienvenida, sino también los diez jinetes con lanza y los pocos hombres armados que, esperaban con expresiones complicadas en medio del camino.

Fue deslumbrante la llegada de Los Sabuesos, no solo por su porte y marcha perfecta, sino también por la distintiva armadura que revestía a cada soldado con detalle impecable, ajustándose a ellos como si fuera moldeada sobre su propia carne, una segunda piel que les proveía la ilusión de ser imbatibles. El color de la sangre derramada teñía cada yelmo, no solo cubría sus cabezas, sino que proyectaba sombras enigmáticas sobre sus ojos, ocultando las miradas que seguramente juzgaban con la misma frialdad de la muerte. De acero eran sus corazas —aparentaban haber sido templadas en los fuegos más violentos, de las forjas volcánicas de leyendas, creadas por los maestros herreros desaparecidos, y que solo su señor había tenido el privilegio de saber el paradero—, y aun así tan livianas que las figuras de los Sabuesos se movían con la gracia de hojas arrastradas por el viento, sus armaduras resplandeciendo con tonalidades que recordaban los últimos destellos del sol al atardecer.

Con un ademán calmo, pero autoritario, Gosen mandó a Los Sabuesos a detenerse. Con su diestra se deshizo del yelmo ligero, liberando un rostro duro, afilado por las innumerables batallas que su cuerpo había experimentado.

  —Por decreto del barlok Orion, yo reclamo la regencia de este campamento. —Su mirada se posó en cada uno de los individuos que exudaban fuerza y voluntad—. ¿Objeción?

  —No, señor, ninguna —dijo Alar de inmediato. Le había reconocido por la batalla que le concedió el desagradable título de esclavo, podía recordar su silueta cubierta por la sangre de soldados y campesinos que de forma osada levantaron su espada en su contra. Su expresión serena, y voz como trueno cuando la usaba para dar órdenes. Aquella imagen todavía le provocaba nerviosismo y temor.

  —Mi título es comandante, y mi nombre Gosen, cualquier otra forma para dirigirse a mí será tomado como un insulto —dijo con severidad.

Alar asintió, disculpándose con su mirada.

Ita se mantuvo serena, observando de manera inquisitiva la silueta del poderoso comandante, no le daba su mente para encontrar el enigma de su sorpresiva llegada.

  —¿Cuál es su orden, comandante Gosen? —preguntó Kiris de forma sumisa, a su perspectiva, los hombres de su dios eran enviados divinos.

  —Quien vele por la seguridad del campamento quédese, los demás vuelvan a sus puestos. Si algo extraño sucede, me reportan inmediatamente. Retírense.

El diario de un tirano Vol. IIIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora