Comenzando la búsqueda

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  Se despertó entre las sábanas cálidas y sin abrir los ojos, se estiró como un gato perezoso en busca de la comodidad. Un suspiro largo y pesado escapó de sus labios entreabiertos, como si el peso de la noche no hubiera abandonado su cuerpo. Lentamente, se incorporó y se levantó de la cama, todavía envuelta en la somnolencia de los sueños últimos. El mundo que le rodeaba parecía difuminado, como si la realidad aún no quisiera asentarse en su mente.

El camisón blanco envolvía su cuerpo con la suavidad de una caricia, llegando hasta sus rodillas y revelando sutilmente la silueta de su figura. Ante la mesa con el gran cuenco de madera rebosante de agua, se despojó de la tela y se entregó a la tarea de limpiar su piel. Con delicadeza, tomó un paño y comenzó a deslizarlo por sus brazos, cuello, senos, axilas y piernas, dejando que el agua purificadora eliminara toda impureza. Finalmente, se detuvo en su zona más íntima, cuidando cada movimiento como si se tratara de un delicado ritual.

El frío viento que se escurrió por los huecos de las ventanas le hizo temblar sus blancas piernas.

Era su ceremonia de todos los días, lo había adoptado gracias a mucha investigación entre mujeres, sabía que la limpieza era algo que atraía a sus opuestos, y ella haría cualquier cosa por atraerlo a él.

Recogió sus platinados cabellos en una sencilla coleta, asegurándolos con un lazo de tela roja, y acto seguido se vistió con el conjunto que había elegido la noche anterior. Tomó el cinturón con vaina, dibujando en su rostro una mueca de complicación, no sabía si debía portar su espada, su señor no estaría, y se sentía desprotegida sin él a su lado, y, sin embargo, estaba la otra cuestión, como su "voz", debía mostrar dignidad, y, sobre todo, valentía.

Se arrojó agua al rostro, despertando por completo su mente, mientras miraba la sólida pared de piedra.

  «Por el Barlok».

Y sin volver hacia atrás salió del cuarto.

∆∆∆
Como el sol, él emergió majestuoso, deslumbrando con su magnífica silueta a todos los presentes. Sus pasos descendieron los escalones con gracia, su mirada solemne se posó en el hombre que se acercaba, mientras escuchaba los susurros que no debía escuchar.

  —Mi señor —dijo Gosen, al tiempo que caía sobre una rodilla. Acción que fue imitada por los cincuenta y cinco soldados de élite—, con su bendición partiremos.

  —Por supuesto —dijo Orion sin emoción—. Y asegúrense que llegue sano. —Apuntó con los ojos al pelirrojo de la raza antar que desde la carreta principal observaba el panorama.

  —Sí, señor Barlok —asintió.

Se puso en pie, inclinándose ligeramente en un gesto de absoluto respeto, y con un grito de mando instó a sus seguidores a levantarse y seguirlo fuera de la fortaleza. Los Sabuesos tocaron su corazón al dirigirse a su soberano, en deferencia, lo amaban y le temían, pero muchos de ellos estaban agradecidos por tenerlo como señor, pues sus familias ya gozaban de su protección.

Orion esperó unos minutos a qué su caballo le fuera entregado.

  —No esperaremos a los demás —dijo Alir, notando lo reducido del grupo.

Mujina bufó, sus penetrantes ojos fueron a parar al rostro de su hermana de raza. Jonsa se aguantó la carcajada, pero el minúsculo sonido que salió de sus labios se hizo ganador de la reprobatoria mirada de su Sicrela y capitana.

  —No hay más —respondió Orion con la misma seriedad de siempre.

Fira sonrió al notar la despedida de su señor. Yerena, quién se encontraba un paso detrás de ella endureció aún más el porte, aseverando con su expresión lo dispuesta que estaba por hacer cumplir la misión.

Orion montó. Y sus tres acompañantes hicieron lo mismo con sus respectivos equinos.

  —Adios, mi señor —dijo Fira al verle emprender el viaje. No estaba preocupada por él, pues sabía que nada en el mundo podría dañarlo, solo estaba experimentando un extraño vacío en su corazón, que se acrecentó tan pronto como le miró desaparecer tras las enormes puertas que dividían la fortaleza de la vahir.

∆∆∆
Astra había concluído el sondeo a los exesclavos kat'os de la vaher Cenut, que para sorpresa suya se habían negado a trasladarse a la vahir controlada por su amado señor. Y no solo fue sorpresa lo que sintió, pero al notar la fuerte cólera en el guardián islo, comprendió que debía mantenerse digno...

  —Ministro Astra...

El joven alzó la mirada, perdido en su cabeza había escuchado a lo lejos que alguien le llamaba, y para su sorpresa, la emisora estaba justo a su lado, probando bocadillo de los manjares puestos en la gran mesa de madera.

  —No te he escuchado. Repite, te lo pido con amabilidad —dijo, recuperando la etiqueta.

  —¿Qué si gusta le sea llenado la copa?

Astra notó la copa de plata vacía, recordaba el olor a fruto rojo que desprendía la bebida, y reconocía su delicioso sabor, que parecía calentar su garganta, no obstante, también era consciente que tipo de bebida era, por lo que prefirió negarse.

La sirvienta que había sido llamada por Belian para cumplir con la tarea se retiró, con el cántaro en sus manos.

  —¿Se quedará, gran señor?

  —Señor Ministro, dulce amor —repuso Brabos en voz baja, ganándole la palabra al propio Astra.

  —Oh, perdone usted, señor Ministro —dijo Irianne, la mujer de Brabos, y madre de los infantes y dos jóvenes, que no le fue ajena la reprobatoria mirada de su hombre.

  —Un par de días —respondió antes de que formulara nuevamente la pregunta—. ¿Es mi estadía un problema para su familia?

Nadie habló de inmediato, pero, logró obtener respuestas claras de las posiciones de los presentes con su llegada sin invitación con solo observar sus expresiones. El hijo mayor de los Horson, heredero de una casa antiquísima, no levantó la vista de su plato de carne, pero su rostro enrojecido y la vena palpitante en su sien anunciaban su opinión. La mujer mayor seguía sonriendo, pero sus ojos helados revelaban una hostilidad apenas contenida, como la de una bestia acechando a su presa. Belian parecía preocupada, negando con rapidez a una pregunta que no se le había formulado, y Brabos, tosiendo nerviosamente, luchaba por tragarse un bocado que se le había ido por el camino equivocado. Los dos niños, completamente ajenos al tenso ambiente que reinaba en la mesa, seguían comiendo con fruición.

  —Por supuesto que no, señor Ministro —dijo Brabos al poder tragar el bocado—, la morada de mi familia es de usted y del Barlok cuando gusten disponer de ella.

  —Lo tomaré en cuenta.

Se colocó de pie, despidiéndose con un ademán de todos los presentes, no se sabía las costumbres humanas en la mesa, no todas al menos, y en realidad no le importaban, por lo que la mueca desagradable de Irianne se le resbaló.

  —Trunan, ¿acaso comiste? —preguntó sorprendido al verle de pie a un lado de la entrada.

  —Lo hice, señor Ministro —dijo el alto hombre—, pero no debe preocuparse por mí.

  —No te apresures por querer volver a mi lado, tal vez para ti y los tuyos soy débil, pero ante un ataque de alguien de aquí, estoy seguro de que puedo defenderme.

  —No dudo de ello, señor Ministro, pero su vida es más importante que la mía, si algo le pasa, ni mi cabeza será pago suficiente para Trela D'icaya, que confió en mí.

  —Lo mismo ocurre contigo, no eres mi subordinado, lo eres del Barlok, no puedo tratarte como un simple perro.

  —Estaré a gusto de ser tratado como un perro si usted está bien, señor Ministro.

Astra sonrió, pues, aunque lo dicho por el guerrero no era broma, y lo sabía, la seriedad con la que decía aquellas palabras parecía ser mejor que un chiste.

  —Hay que cumplir con nuestras propias encomiendas, y no preocuparnos por lo demás —dijo al suspirar.

Trunan asintió, alegre en su interior de que el señor Ministro pudiera entenderle.

El diario de un tirano Vol. IIIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora