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  El inyar había culminado, pero por la noche, cerca de la caverna se sentía un frío que helaba los huesos, debiendo estar cerca unos de otros para apoyarse con el calor de sus cuerpos.

  —No podemos avanzar más —dijo la mujer al acercar las manos al fuego de la fogata—. Ayer Zinon encontró dos podridos vagando por los senderos profundos.

  —Debemos —dijo el enano—, el corazón de la tierra habla con nosotros, alegría, y comenta que hay tesoros en lo profundo, mucha alegría.

  —Nos estaría mandando a morir, señor —dijo la mujer con forzada deferencia.

  —No deseo muerte, hembra, empatía, pero debemos avanzar aún más. Cuando lo encontremos entenderás que fue la decisión correcta, certeza.

La mujer suspiró, asintiendo de mala gana, y se levantó, abrigándose con la capa de piel de lobo recién adquirida.

  —Si solo prefiriera enfrentarme a él —suspiró.

El alba desplegaba su majestuosidad en el firmamento, pintando con tonos vivos los alrededores. El Sol se erigía con parsimonia, triunfando sobre las tinieblas del albor. Los rayos de luz se desplazaban con la fuerza de una legión, eliminando sin piedad las sombras que se atrevían a oponerse a su paso. Un nuevo día iniciaba, pero consigo se anudaban los peligros y las incertidumbres de una tierra implacable y feroz. En la distancia, las criaturas residentes del bosque afirmaban su espera, al acecho en las penumbras con la perspicacia y la prudencia inherente a cada raza. Nada era seguro, ningún hecho estaba asegurado, y cada alborada se convertía en una ocasión para sobrevivir o sucumbir, para aquellos que se aventuraban a vivir fuera del dominio del Barlok Orion.

  —Abriremos un nuevo camino —dijo Ita, la mujer en el frente.

  —¿Cuál de ellos? —preguntó un hombre, acompañado de una banda de tela sucia que cubría su frente.

  —El de los podridos —respondió, sin disposición para mentir.

  —Por los Sagrados —suspiró otro hombre—, esos malditos enanos nos quieren ver muertos.

  —Por favor, Raspak —dijo Ita—, evita esos comentarios, o tendremos problemas con los antar.

  —Concuerdo con Ita, de nada nos servirá arriesgar nuestras vidas allá dentro si los antar le mencionan al Barlok que los despreciamos.

Raspak bajó el rostro, afirmando con la cabeza, no tenía los testículos para enfrentarse nuevamente a ese terrible hombre, todavía podía verlo en malos sueños, causando que su despertar fuera abrupto y mojado.

  —Haremos lo que hemos venido a hacer —dijo Zinon, el veterano—, y pidamos a los Sagrados que al menos no nos atrapen vivos.

∆∆∆
El silencio descendió sobre la estancia como una espesa niebla, al deslizarse por la puerta la figura del hombre alto, cuyo porte imponente y majestuoso hacía temblar el corazón de aquellos que osaban mirarle directamente a los ojos. Todos, con un gesto casi involuntario de tragar saliva, inhalar aire y desviar la mirada, se volvieron hacia el recién llegado, quién se movía con paso firme y tranquilo.

Una de las mujeres del séquito rompió filas, quedándose al pie de la puerta, con una postura firme, en alerta.

  —Carne —dijo al sentarse.

La mujer que había avanzado para acomodar su silla asintió, ordenando con la mirada a las demás sirvientas sobre la encomienda dada.

  —Pan dulce —dijo el niño de mirada severa.

  —Dos piernas de gallina y fruta —dijo la de cabello platinado, sentándose con una elegancia todavía sin perfeccionar.

  —Carne —dijo la alta mujer de tez negra, aunque con cierta reticencia a sentarse, actitud habitual en cada comida que compartía con el joven soberano.

El diario de un tirano Vol. IIIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora