Testigos del poder

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  Se detuvo tan pronto sus pies tocaron el territorio exterior de su hogar. Los débiles y apenas cálidos rayos matutinos del sol alcanzaron su rostro moreno. El frescor del aire llenó sus pulmones, haciéndole cerrar los ojos en un gesto que evocaba sus sentimientos más profundos.

El adiós a su amada e hijas había dejado un regusto amargo en su boca, un eco de despedida que resonaba en los rincones más profundos de su corazón. No había placer en la idea de alejarse de ellas, de abandonar el calor de sus abrazos y la dulce melodía de sus risas. Sin embargo, sabía que su deber era más grande que cualquier deseo personal, se debía a su juramento, y fuera la orden que fuese, él tenía la obligación de acatarla.

En un suspiro hizo por suprimir todos sus sentimientos, guardándolos ahí, donde nunca buscaba, y con una mirada determinada se montó en el corcel facilitado por el mensajero, para de forma inmediata emprender la marcha.

Su hogar se hallaba en los límites del valle, relativamente cerca del bosque, un poco más lejos de un monumento natural de piedra, que el Dedios de su clan ocupaba como lugar de reunión en las fiestas, y ceremonias importantes. Y considerablemente lejos de la zona de cultivo, y pesca, en aquellos arroyos angostos que cruzaban la totalidad del valle.

Su cabalgata los llevó con prontitud ante el gran hogar del Líder del Clan, ubicado en el interior de las llanuras, y en el medio de las extensas casas de los hombres más prominentes de la región.

Tan pronto ordenó al caballo a pausar la marcha, descendió su atención sobre una bella figura, llena de encanto y pureza: una dama de belleza incomparable, de fino porte y un cuerpo perfectamente delineado. Ella se hallaba recogiendo un par de flores de pétalos amarillos del extenso jardín que rodeaba la totalidad del gran hogar del Líder del Clan.

La señorita alzó su mirada, y tan pronto su rostro maduro entró en sus pupilas, una sonrisa traviesa y jovial se vislumbró en su semblante. Él asintió en deferencia, sin mostrar en sus facciones la sorpresa que experimentaba, aquella señorita portaba una trenza frontal, ceñida en su ápice por una tela de color carmesí. En sus pensamientos, tal dama ya debía haber sido conquistada por algún varón prominente del clan, y, sin embargo, algo que había considerado natural, no había ocurrido.

Desmontó de su caballo al verle acercarse, y con una actitud de siervo tocó su pecho con los tres dedos de su mano dominante, para concluir el gesto en su frente.

El mensajero contemplaba con visible desaprobación la escena, como si el interés de la encantadora joven por el caballero de trenzas le resultara ofensivo en un nivel muy íntimo.

  —Sigo esperando que corte la tela de mi trenza. —Su sonrisa se volvió terriblemente peligrosa para el hombre—. No me estoy haciendo más joven, hordie Kurta.

  —No son cosas con las que deba bromear, Merci —dijo con respeto. El mensajero asintió, pero no intervino, no podía, en títulos no se comparaba a ninguno de los dos—. Soy un hombre que tiene a su kisey, y no tengo pensamientos de faltarle el respeto, ni en palabra, ni en pensamiento. —Esquivó su mirada inquisitiva. Aquellos hermosos ojos avellana podían traer la ruina hasta el imperio más poderoso—. Tu padre solicita mi presencia. Se ha llenado de dicha mi corazón por haber compartido su presencia, Merci. —Efectuó nuevamente el ceremonial saludo, y sin prisa se dirigió a la morada del líder, dejando con la boca abierta a la jovencita, que no pudo expresar más de sus peligrosos pensamientos.

Llegó al lugar de reunión, una amplia estancia de diseño circular, cuyas paredes estaban adornadas con las pieles de las bestias más feroces y temidas de toda la región. El suelo estaba cubierto en su totalidad de arena roja, traída directamente de las tierras inhóspitas del Páramo Rojo. En el medio, un brasero de hierro iluminaba el recinto, mientras el humo escapaba por el tragaluz uniformemente colocado en la parte superior. En el punto opuesto de la entrada se hallaba un hermoso trono de madera, con dos cabezas de leones talladas en los descansabrazos, y un águila emprendiendo el vuelo en el respaldo.

El diario de un tirano Vol. IIIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora