Obligación improlongable

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  Su mirada indiferente, oculta tras un velo de desdén, recorría los semblantes de los desdichados que percibía a través de la ventanilla de su majestuoso carruaje. No se detenía en ninguno, ni cuando los ojos llenos de interés y respeto se posaban sobre ella. Inspiró con asco, aquel olor que tanto detestaba acariciaba sus fosas nasales, recordándole del juramento que lamentablemente no había podido cumplir. Sin embargo, era su hija, y la pequeña Dilia quienes la alimentaban con determinación y fortaleza para mantener su orgullo a raya, y así entender que estaba atada de manos, que su única posibilidad de resurgir, era doblegarse nuevamente.

El carro ascendía por la arteria que conducía a la puerta de los muros, rodeado de una multitud que iba y venía, seres desafortunados envueltos en harapos y sudor, cuyas miradas se posaban con mezcla de curiosidad y anhelo en el transporte tirado por la soberbia de seis corceles imponentes. En aquellos rostros podía discernir el anhelo latente, la envidia palpable y la añoranza en sus ojos dilatados, pero, bastaba de un segundo para que la dura verdad se abatiera sobre ellos con implacable certeza: sus destinos ya estaban forjados mucho antes de tomar su primer aliento, encadenados a un destino fijo que les exigía resignación, debiendo ahogar las llamas de sus propios anhelos antes de que los condujeran a un ocaso tempranero.

Sus ojos esmeralda tuvieron una minúscula influencia por el interés de una cierta persona, y la incógnita de sus actos. El alto hombre, con el nombre de un dios misterioso apareció en su mente, ¿quién era él? Lo había pensado durante tanto tiempo y no había conseguido respuesta alguna, ni siquiera su hija podía brindarle pista que le ayudara a indagar por el camino correcto.

Era un ser que había marcado su corazón y sus pensamientos, su poder y estatus la mantenían curiosa, pero era la amenaza que representaba la que no le dejaba conciliar el sueño. ¿Qué sucedería si llegaba a enterarse qué había tenido un descendiente? ¿Viajaría a su hogar y le arrebataría a Dilia de las manos de su hija? Tan solo ese pensamiento le hizo querer dar la orden de volver, no quería dejar sola a su hija con tal monstruo al acecho, pero sabía que debía obedecer al rey, mostrar su fidelidad una vez más, aunque lo aborreciera.

Frunció el ceño, y el recuerdo de Orion afloró de inmediato cuando sus ojos se posaron en uno de esos sangre sucia. Se sintió abrumada por la incertidumbre de cómo abordar el delicado tema de Tanyer con el rey. Había redactado una carta detallando lo sucedido, pero temía la reacción impulsiva y el inmenso orgullo del monarca, consciente de que sus decisiones estarían teñidas por tales emociones. No quería enfrentársele, había reconocido su error y ansiaba enmendarlo para la paz futura de su única heredera.

Los muros que separaban la ciudad capital interior de la ciudad exterior eran inmensos, era una ciudad fortaleza en toda regla, defensivamente inexpugnable, con la montaña en donde estaba edificada entregándole la mayor protección.

La muralla que dividía la ciudad capital interna de su contraparte exterior se apreciaba en detalle.

Los imponentes muros de piedra, altos como gigantes dormidos, se alzaban con una grandiosidad que aparentaban desafiar al cielo mismo. Labrados con maestría ancestral, cada piedra encajaba con precisión milimétrica, formando un escudo formidable en torno a la ciudad. Desde lo alto de las almenas, los centinelas vigilaban con ojos agudos, sus capas ondeando al viento como estandartes del orgullo que representaban. Era una ciudad que emanaba un aura de inexpugnabilidad, protegida por la imponente montaña donde se asentaba.

Los centinelas concedieron el paso.

Al adentrarse, los caminos se ensancharon y se adornaron con estructuras imponentes y magníficas. Se alzaban largos y altos edificios de madera y piedra, divididos en espacios razonables, o acompañados por ambos flancos de sus similares.

El diario de un tirano Vol. IIIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora