Capítulo XIX

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—Disculpe, Señorita Bennet. Elizabeth Marlow dejó esta nota para usted.

Le sonreí en agradecimiento a George, quién había sido el mensajero del edificio por más de quince años, antes de cerrar la puerta tras él. El simple papel de color azul pastel estaba doblado en cuatro, el perfume de jazmín de Elizabeth se escapaba de la hoja y se filtraba en mis fosas nasales, impregnando el aroma en mi sentido de una forma casi permanente. Fruncí el ceño, dudosa del porqué Elizabeth me enviaría una nota. Ella usualmente llamaba cuando quería que nos encontráramos, ¿Pero una nota? Esa sería la primera vez.

Desdoblé el papel con cuidado, las palabras que traía escrita aumentaron mi confusión, obligándome profundizar mi mueca de confusión.

“Lilly, encuéntrame en mi casa en una hora. Por favor, es importante.”

Una repentina aprensión se instaló en mí. Era la letra de Elizabeth, pero algo estaba mal. Leí la nota una vez más, pausando en la súplica por segunda vez. Elizabeth nunca decía por favor a menos que estuviera desesperada. Ella era el tipo de mujer que escogía sus palabras sabiamente. Nunca pedía favores, no le gustaba deberle nada a nadie. Ni siquiera a mí.

La preocupación se abrió paso en mi mente. Sacudí mi cabeza para aclarar mis pensamientos, me dirigí hacia mi habitación y cambié mi bata de seda por unos pantalones negros y una camiseta blanca holgada. Agarré mi abrigo del perchero y tomé mis llaves de la mesita junto a la puerta.

Al alcanzar la calle, alcé mis manos en el aire, señalizando por un taxi. Mi vecindario era muy transitado y los taxistas siempre rondaban la zona. Esa fue una de las razones por la que había tomado la decisión de no aprender a conducir aún.

Antes de venir a Nueva York, Miguel y yo residimos en un pueblito pobre y apartado de África llamado Tiwan por unos diez años. Allí las carreteras eran de tierra, casi imposibles de transitar. Así que tampoco creí necesario aprender a conducir en ese momento.

El ya familiar carro amarillo se detuvo frente a mí, abrí la puerta y entré, dictándole la dirección de Elizabeth al taxista y pidiéndole que fuera lo más rápido posible.  La casa de Elizabeth estaba a solo cuarenta minutos en coche de la mía.

Apoyé la cabeza en el respaldar del asiento y cerré los ojos por unos minutos. La penetrante mirada azul celeste de Miguel oscurecida por la lujuria fue el recuerdo que plagó mi mente.

Si solo pudiera verlo otra vez.

Miguel cumplió su palabra y mantuvo la distancia. Ya habían pasado cinco días desde aquella noche en la apagada habitación de mi apartamento, iluminados solo por el halo naranja de las llamas de mi chimenea. Otro momento robado que estaba destinado a ser atesorado. Había sentido su presencia una vez después de esa noche. A la mañana siguiente cuando había ido a encontrarme con Daniel, pero desapareció justo en el momento que me monté en el bus para llegar a mí destino. Sabía que Miguel no confiaba en él y, después de haber encontrado la moneda del recolector de deudas en aquella mansión desierta, decidí que yo tampoco le volvería a otorgar el beneficio de la duda.

—Señorita. Ya estamos aquí —dijo una voz ronca.

Pestañeé unas pocas veces, intentando enfocar mi vista. El taxi ya había llegado a su destino.

Le agradecí al taxista, entregándole unos cuantos billetes arrugados antes de abandonar el calor acogedor de la calefacción del auto por el aire frío de la bulliciosa ciudad.

Entré al viejo edificio de piedra para ser detenida por el anciano Joe, el amable portero que siempre llevaba una copia del New York Times bajo el brazo.

—Buenos días, Señorita Bennet.

—Buenos días, Joe. Ya te he dicho que me llames Lilly —repliqué con una sonrisa, sabiendo muy bien que no lo haría. Joe era un hombre de la vieja escuela, y para él respeto lo era todo—. ¿Está Elizabeth en casa?

Lilith (Almas Perdidas Libro 1) √Donde viven las historias. Descúbrelo ahora